lunes, 8 de agosto de 2016

Maestros


Antes de mi afiliación al sindicado de la madera, en donde estuve más de cuarenta años, pertenecí - en calidad de docente interino - al de la tiza, si bien que en esos cuarenta años, he procurado compatibilizar actividades en ambos, ya que, el primer quehacer que tuve, es un oficio que - de siempre- me ha tirado mucho.

Y eso, que desde aquellos tiempos hasta ahora, las cosas en el mundo docente han cambiado tanto, que los maestros – ahora profesores – han pasado de ser los reyes de taifas de sus aulas, a asustadizos conejos de campo, que van cada día al trabajo por camino diferente, procurando aparcar su vehículo, lo más lejos del centro docente y siempre en lugar distinto, pues de no hacerlo así, es más que posible que encuentren este con las ruedas pinchadas, pintarrajeado a modo de un mural graffiti, e incluso – en algún caso extremo que conozco – convertido en humeante barbacoa urbana.

Así, de los pescozones con los que generosamente algunos de ellos obsequiaban a sus alumnos, ante él más mínimo atisbo de indisciplina, se ha pasado a que en más de una ocasión algún educando -más cercano al mundo del delito que al del saber- ante un examen comprometido, ha acogotado a este o aquel profesor – navaja en mano –  en la intimidad de un retrete escolar, para avisarle muy seriamente de que, o su nota rebasaba el aprobado, o se podría producir un desagradable accidente, del que sin duda sería víctima el enseñante, en forma de lesión peritoneal por arma blanca, eventualidad esta, que ha convencido a más de uno, a subir la aludida calificación.

Pero, sin llegar a extremos como los expuestos, en donde algunos de los modernos escolares encuentran más rápido, y desde luego mucho menos cansado, apretar el mango de la navaja, que los codos ante un libro de texto, de siempre, los colegiales han sido traviesos, díscolos y algo transgresores, como sucedió en la historia que hoy quiero contar.

Transcurría la década de los sesenta del pasado siglo, y simultaneaba mis estudios de magisterio, en la Escuela Normal de Málaga, dando clases como interino en una escuela unitaria del barrio del Perchel - hoy ya desaparecida- en donde se hacinaban en confusa mezcla, cuarenta escolares, de entre cinco y quince años.

Aquella primavera, me había de examinar de Prácticas Docentes, asignatura esta, cuya prueba consistía en impartir una clase a niños de un grupo escolar, que al ser siempre el mismo, estaban más resabiados, que los novillos de un tentadero.

Acababa de comprobar el orden de intervención, y me había correspondido las cinco de la tarde, y como la asistencia era pública, decidí al objeto de adquirir práctica, presenciar la actuación de los compañeros de la mañana, y en esto estaba, cuando se acercó hacia mí un rapazuelo de no más de siete años, de pelo rojizo, que – como si me conociese de toda la vida – me espetó:

¿Tú te examinas hoy, verdad...? - y sin darme tiempo a contestar agregó, – ¿Imagino que querrás aprobar las prácticas, no...?. Aún no daba crédito a lo que estaba oyendo, cuando mi interlocutor, como si tuviese el discurso largamente ensayado, continuó:

Pues verás, eso te va a costar ocho paquetes de chicles, dos bolsas de caramelos, y diez tebeos del Capitán Trueno de los números que tengo anotados, y que puedes comprar aquí cerca...”

¿Pero tú que te has creído, mocoso...? - le interrumpí ofendido – ¡Vete de mi vista, sino quieres que le diga todo esto al director...!

El escolar sin inmutarse lo más mínimo, se retiró sin prisas, mientras agregaba como final de la conversación. -Bueno,  tu sabrás... yo te he avisado...

El primero en intervenir aquella mañana fue Juan, sobre el tema “Ríos de España”. Su inició de disertación resultó brillante, la exposición en la pizarra clara, y su voz perfectamente audible y mesurada.

No obstante - sin motivo aparente – los alumnos estaban distraídos, miraban para otro lado, jugaban y comentaban entre ellos, hasta lograr finalmente, poner nervioso a nuestro candidato a pedagogo, que comenzó a cometer errores, los cuales, a los pocos minutos, hicieron al catedrático examinador, dar por terminada la prueba con resultado negativo para él.

¡Condenado mocoso...! me dijo mi colega, cuando fui a interesarme por lo que le había sucedido... -Está claro que debí hacerle caso... y acto seguido me relató, una historia que yo bien sabía, de un colegial de unos siete u ocho años, con el pelo rojizo que le había dicho...

Como un poseso estuve buscando, antes de las fatídicas cinco de la tarde, al gansteril sujeto pelirrojo, al cual – luego de hallado - hube primero que convencer, y más tarde suplicar para no ser boicoteado, si bien que –“En este rato, los precios han subido...” me dijo, y fueron quince los paquetes de chicle, cinco las bolsas de caramelos y veinte los tebeos, que hube de apoquinar religiosamente, ante del inicio de la exposición.

La tarde era cálida, de esos días de mayo del sur que ya parecen de verano, el tema que me correspondió exponer fue "los triángulos”. La clase entera, parecía embelesada ante mi explicación, a los quince minutos de disertación, el examinador, vencido por la penumbra del recinto, el agradable calorcillo y el sopor de la digestión, nos abandonó en una plácida siesta sobre su asiento...

Cuando acabé, hube de subir el tono para hacer de despertador, mientras la actitud de la clase, era la de estar recibiendo la ciencia infusa, de boca de Sócrates, como poco...

Muy bien su intervención... dijo el profesor, mientras me retiraba del estrado.

Al salir del aula, mi pelirrojo y malévolo amigo, me despidió con un guiño desde su asiento en primera fila...

A mis dieciocho años comprendí, que los amigos – y los enemigos - nunca son pequeños, y que además de saber hacer las cosas, también debe parecerlo, y esto último, es aún más importante que lo primero.

Esa lección, recibida de un crío de siete años, no la he olvidado jamás...

J.M. Hidalgo (Recuerdos de juventud)

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