Tal día como hoy 13 de febrero de 1668, se firma el Tratado de Lisboa, mediante el cual España reconoce la independencia de Portugal.
El tratado de 1668 fue un acuerdo de paz concertado entre España y Portugal con la intermediación de Inglaterra, mediante el cual se ponía fin a la guerra de separación de Portugal y supuso el reconocimiento oficial por parte de España de la independencia portuguesa.
Desde 1580 Portugal formaba - con el resto de reinos hispánicos – una unión dinástica en la que cada reino compartía el mismo monarca, pero en 1640 comenzó la Guerra de Restauración portuguesa, en la que este país intentaba conseguir su independencia de la Corona española.
En la firma del tratado, llevada a cabo en el convento de San Eloy de Lisboa, intervinieron por parte española, Gaspar de Haro y Guzmán, en nombre de Mariana de Austria, reina regente de España durante la minoría de edad de Carlos II.
Por parte portuguesa, participaron en nombre del rey Alfonso VI de Portugal Nuno Álvares Pereira de Melo y varios representantes más y ambos países aceptaron la intermediación de Edward Montagu, en nombre de Carlos II de Inglaterra.
Los principales puntos del acuerdo incluían: el cese en las hostilidades y el compromiso de paz; la restitución de las plazas tomadas durante la guerra, la libertad de circulación y comercio para los súbditos de ambos países en el país vecino; Amnistía para los prisioneros habidos durante la guerra; Restitución a sus dueños de las propiedades tomadas y Portugal sería libre de formar alianzas con quien quisiera. El acuerdo sería ratificado por España en febrero de 1668 y por Portugal en marzo del mismo año.
Con la firma del tratado de Lisboa, España reconocía la independencia de Portugal, poniendo fin a la unión que ambos países habían mantenido de hecho entre 1580 y 1640, y a la situación de indefinición producido entre 1640 y 1668, en el que España consideraba a Portugal parte del Imperio español, mientras Portugal tenía su propio rey.
La paz, sin embargo, no vino a solucionar los graves problemas que afectaban a las dos monarquías, pues en España, tras la muerte de Felipe IV en 1665, comenzaba un turbulento período por la minoría de edad de Carlos II y la regencia de Mariana de Austria, cuyo rasgo más destacado fue el difícil intento por mantener en pie un Imperio tocado tras las paces de Westfalia y de los Pirineos.
Portugal, por su parte, tampoco atravesaba una situación que permitiese grandes celebraciones, pues estaba inmerso en las disputas entre alfonsistas y pedristas producidas por la llegada al trono de Pedro II después de forzar a su hermano a cederle el poder, además de las penurias económicas originadas por la guerra que sufrían ambos reinos.
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