Dicen, que en el jardín del Edén, el único esfuerzo que se había de realizar para aprovisionarse de la manduca, era extender la mano y los frutos caían en ella - como por magia - hasta no poder acabar con todos, por más hambre que tuvieses. Aunque – bien es verdad - que poca hambre puede tenerse, si te pasas el día tendido a la sombra sin otra preocupación, ni ejercicio, que el de extender la mano de vez en cuando.
Analizado lo anterior, no hay que ser un lince, para colegir que venimos de ancestros haraganes, gandules y vagos de solemnidad, por lo que no resulta nada extraño, que pese al tiempo transcurrido desde entonces, sean muchos los genes que - de cuando el hombre era marmota, por lo mucho que dormía - los humanos conserven, y que un pecado capital como es la pereza, esté mucho más justificado de lo que en principio parece.
Y si el no hacer nada es – para muchos - agradable por demás, solo faltaba para acabarlo de sacralizar, lo que sucedió en el Edén – o mejor dicho a sus puertas – cuando Yahvé, seguramente cansado de tanto zángano, y con la excusa de la manzanita, decidió poner de patitas en el mundo cruel a todo aquel fárrago de ociosos, no sin antes advertirles, que a partir de aquel momento, deberían ganarse el pan con el sudor de su frente, con lo que estableció - y ya para siempre jamás – el trabajo como castigo divino, y desde ese momento, el hombre – al que nunca le gustó ser castigado – procuró sustraerse cuando más pudo, a tal condena.
Claro que tampoco es que el Creador, se mostrase como un dechado de laboriosidad. La única vez de la que se tiene constancia que se coscase - que fue cuando hizo el mundo - tardó en esta tarea nada menos que seis días, que para alguien cuyos deseos son al momento realidades, se antoja harta tardanza. Para colmo, cuando al final acabó por concluir la labor – según dicen - el séptimo descansó.
No queda claro si el cansancio fue provocado por el agotamiento, o por el respingo que debió tener al contemplar la chapuza final obtenida. De cualquier modo, y puesto que se afirma que el hombre esta hecho a su imagen y semejanza, visto el hombre y su impronta, quedo sumido en un mundo de dudas e incertidumbre con respeto a Dios.
Pero sigamos - querido lector- tras esta breve disquisición en voz alta - por la que ruego me disculpes - hablando de los vagos. Tiempos hubo, en los que el tener en las manos callos por realizar cualquier actividad física – excluyendo el arte de romper las cabezas a los semejantes que de siempre tuvo muy buena prensa - estaba socialmente mal visto, lo cual - de seguro - hizo feliz, a más de un espécimen de nuestra mal llamada raza de Homo Sapiens, porque si realmente fuésemos “Sapiens”, seguro que no seríamos como somos.
En la China milenaria - por ejemplo - era signo de distinción, tener las uñas largas, y se daba el caso de mandarines, nobles, gobernadores y demás prebostes, que llegaron a tener sus garras de hasta cuarenta centímetros de longitud, con lo que es de suponer, que les sería sumamente difícil realizar cualquier actividad, aunque esta fuese tan simple como hacer pipi.
Hay quien hasta llega a sostener, que las ideologías políticas, arraigan o no en determinados países, según el porcentaje de remolones, holgazanes y zánganos que en los mismos haya, así un conocido mio decía, que los movimientos ultraderechistas que se dieron en Europa en el primer tercio del pasado siglo, no tuvieron un excesivo predicamento en otros lugares, porque estar levantando el brazo para saludar aquí y allá, y cantar canciones en esa postura, eran unos ejercicios extremadamente cansados.
No obstante la teoría de mi amigo se queda corta, en cuando conoces – amigo lector – la historia del calé Pichano, porque no solo de posturas vive el hombre, y a veces hasta los símbolos cansan.
Pichano, apodo por el que era conocido en el pueblo nuestro personaje, debido el excelso tamaño de su órgano viril, músculo único de su cuerpo que usaba, al parecer con asiduidad y, desde luego, con probada eficacia, pues tenía una caterva de hijos, era un gandul de carrera.
Nuestro hombre consideraba que el trabajo, además de castigo divino, era nocivo para la salud, perjudicial para el espíritu y dañino para la naturaleza. Es decir, nuestro héroe era un vago, filosófico, teórico y práctico.
Cuando llegaron a España como fruto de la democracia los partidos políticos, una comisión del partido comunista - a modo de banderín de enganche - fue a casa de nuestro hombre con la intención de conseguir su afiliación, lo cual parecía lo lógico, dado el estado de absoluta indigencia en que vivía Pichano, básicamente por el hecho, de que él no había dado en su vida, ni un palo al agua.
Cuando tras una extensa y dilatada charla, en la que los visitantes se esforzaron por demostrar las múltiples ventajas que tendría el hecho de afiliarse, nuestro héroe, arrellanado en el sillón del que pocas veces se movía, les espetó dé forma que no quedaba lugar a dudas.
-Quita hombre, quita... ¿cómo me voy yo a apuntar a un “partio”, que tiene “jerramientas” hasta en la bandera...?
Definitivamente, nuestro personaje siguió militando en el partido al que había pertenecido desde su nacimiento, el de los “vagos genéticos integrales”... y en él siguió - como fiel y destacado miembro – hasta su muerte.
J.M. Hidalgo // Historias de gente singular