Tal día como hoy, 28 de agosto de 1568, un galeón español sale de Sevilla destino al nuevo mundo, enfrentándose a un complicado viaje, lleno de dificultades y penurias
Del siglo XVI al XVIII, los galeones españoles de la Carrera de Indias, trazaron la más larga ruta de navegación de todos los tiempos, enlazando España con América y Filipinas.
Miles de personas fueron a bordo de esos navíos: marineros que hacían de la mar su medio de vida; hombres y mujeres en busca de nuevas oportunidades en las colonias, que les sacaran de la miseria; y religiosos que ansiaban pisar tierras habitadas por paganos, para cristianizarlos.
El galéon español era una embarcación, con un porte de unas 500 a 1.200 toneladas y entre 40 y 60 metros de eslora. Las bodegas solían ir repletas de mercancías y alimentos almacenados, en pipas, barriles, botijas, fardos y cajones.
El rápido deterioro de algunos de los géneros depositados, en este espacio oscuro y mal ventilado, incluidos los víveres, hacía que la bodega no pudiera utilizarse, para el acomodo de los pasajeros y tripulantes. Por esta razón, la vida a bordo se desarrollaba sobre las cubiertas del navío.
En total, un galeón de 550 toneladas podía llevar unas 100 personas. De ellas, entre 60 y 70 componían la tripulación, a la que se sumaban hasta unos 30 pasajeros. Además, se solían transportar también animales vivos, –gallinas, corderos y vacas– con el fin de tener reservas de alimentos frescos.
La tripulación de un galeón, se organizaba jerárquicamente, desde los almirantes, capitanes, pilotos , maestres , contramaestres y marineros, hasta los grumetes y jóvenes pajes. También había carpinteros, toneleros y calafates -que se encargaban de tapar las junturas de las naves, con estopa y brea para que no entrara el agua-, así como capellanes, despenseros y cirujanos. No faltaban tampoco los hombres de guerra, sobre todo soldados de infantería, y los artilleros.
Los pasajeros eran de diversos tipos, desde funcionarios y mercaderes acomodados, que a menudo iban acompañados de criados y familiares, hasta escribientes, médicos, abogados, humildes artesanos o mujeres que viajaban con sus hijos o solas, al reencuentro de su esposo, ya establecido en ultramar.
Tras el cañonazo que indicaba la partida, izadas las velas y levadas las gruesas anclas a golpe de cabestrante, los lentos y pesados galeones, emprendían en Sevilla, el puerto de Indias, la navegación rumbo al océano. En ese momento se lanzaban gritos por el buen éxito del viaje: "¡Larga trinquete en nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, que sea con nosotros y nos dé viaje a salvamento y nos lleve y vuelva con bien a nuestras casas!".
Ya en la mar, si esta estaba en calma, los pasajeros pasaban los días monótonamente, observando a los marineros mientras realizaban las tareas, que la navegación les exigía: baldear las cubiertas, repasar las costuras de las velas, accionar las bombas de achique, elaborar estopa de cáñamo para calafatear, repasar aparejos, templar la jarcia...
Tan solo las comidas rompían la rutina de a bordo. Al alba se daba la primera de las dos raciones diarias que recibían los tripulantes, consistente en una más bien escasa jarra de vino, legumbres, arroz, harina, pasas, tocino, algún que otro día pescado y carne salada, quesos y miel. También se proporcionaba vinagre, para mezclar con el agua cuando ésta comenzaba a corromperse.
Pero el elemento fundamental en la dieta de las travesías oceánicas, lo constituía el bizcocho, especie de pan o galleta de harina gruesa, cocida dos veces. En incontables ocasiones, marineros y pasajeros se vieron obligados a comerlo, en estado putrefacto e incluso lleno de gusanos.
La comida se preparaba en un fogón, celosamente vigilado para evitar que se produjera un incendio. Una vez preparadas las viandas, los jóvenes pajes avisaban a todos los hombres cantando en voz alta: "Tabla puesta, vianda presta, [...] quien no dijere amén que no le den de beber. Tabla en la buena hora; quien no viniere que no coma".
Capitán, piloto y maestre comían en una mesa aparte junto a los tripulantes de mayor categoría, como el barbero, el cirujano, el despensero, el clérigo y el alguacil. El resto de los hombres se sentaban como podían, en la cubierta principal, donde daban cuenta de la escasa ración, que se les proporcionaba. Finalizado el almuerzo, se reanudaban de nuevo las tareas diarias hasta la cena, que, cuando se daba, se tomaba antes de la puesta del sol.
Las duras condiciones de navegación, no dejaban muchos ratos libres para el ocio; además, en cualquier momento alguna maniobra, podía requerir la ayuda de todos los hombres, en las jarcias y las velas. En la mar, marineros y pasajeros contaban con pocas distracciones: "El jugar, el parlar y el leer".
El juego, sobre todo, era la principal diversión de los marineros. A pesar de estar prohibidos, los naipes y dados corrían por las cubiertas, con poco disimulo, y los marinos y pasajeros se jugaban dineros, armas y hasta los calzones. Otros podían cantar sus romances o narrar su aventuras. Los marineros también se dedicaban a pescar, movidos por la necesidad de consumir, algún alimento fresco.
Mucho debían de cuidarse los tripulantes, de no cometer ningún delito a bordo, ya que la disciplina se mantenía a rajatabla. El capitán del galeón, sabía que para asegurar el éxito de la navegación, había que reprimir de manera inmediata cualquier atisbo de insubordinación. De hecho, en caso de desobediencia de algún miembro de la expedición, al capitán se le daba la facultad de "castigarle a vuestro albedrío con las penas que vos pareciere".
Actos como jurar, blasfemar, robar, jugar a las cartas, desnudarse o amancebarse, eran considerados delitos. Las sanciones, definidas por las tradiciones de la mar y las normas contenidas, en el Libro del Consulado del Mar, podían ir desde la pérdida del salario y bienes hasta los azotes, el ingreso en prisión, la condena al destierro al llegar a puerto y, en casos muy graves, la ejecución.
Al caer la noche, tras la oración, la tripulación buscaba el mejor sitio posible, para extender sus esterillas donde dormir, ya que las camas eran un lujo reservado al capitán, a algunos oficiales y a pasajeros distinguidos.
Mientras la mayoría dormía, el galeón debía continuar su camino y la única actividad a bordo era la de los hombres, que se encargaban de las guardias de mar. El oficial de guardia, recorría la nave para asegurarse de que todo iba bien trincado y que la marinería vigilante, no se dejaba vencer por el sueño. Los fuegos se apagaban para evitar riesgos y la sentina volvía a achicarse con la bomba.
El silencio se apoderaba del navío, acompañado del crujir de las maderas y los cabos de la jarcia, roto tan solo con la oración que el paje, encargado del reloj de arena recitaba cada vez que le daba una vuelta: "Buena es la que va, /mejor es la que viene; / una es pasada y en dos muele; / más molerá si Dios quisiere"; los marineros que velaban debían, contestar con una frase acordada previamente, para demostrar que se mantenían atentos.
Las travesías oceánicas nunca eran plácidas. Tormentas, vías de agua, naufragios, enfermedades y ataques de piratas, amenazaban a los viajeros en cualquier momento, pese a sus oraciones diarias.
En caso de naufragio, la mayor parte de la tripulación estaba condenada a perecer ahogada, sino recibía la urgente ayuda de la costa o de otros navíos, con los que viajase. En caso de que hubiese tiempo para desalojar el barco, la percepción sobre quién debía salvarse, era muy distinta a la actual. Debían salvarse no los débiles –como las mujeres o los niños- sino las personas más útiles a la sociedad.
Y los que más se ajustaban a ese perfil eran los varones de ascendencia nobiliar. Ellos serían los primeros en salvarse, relegando al ahogamiento a niños, mujeres y ancianos .
Pero llegado el irremisible naufragio y sin posibilidad de ayuda, lo mejor que le podía pasar al infortunado naufrago era morir ahogado pronto, porque, si conseguía asirse a algún objeto flotante, la agonía se podía demorar horas, incluso días.
La conquista y colonización del Nuevo Mundo y de Filipinas, se cobraron
un alto precio en vidas humanas. Se estima que en los siglos XVI y XVII
se perdieron un total de 700 barcos, perdiendo la vida varias decenas de
miles de personas.