viernes, 4 de marzo de 2016

Arturo


Un canto a la libertad

Su cara era casi triangular, tenía los ojos siempre abiertos, de un color amarillo intenso, y con una minúscula pupila negra en el centro, que cuando se hacía de noche, se agrandaba hasta ocupar todo el ojo. Tenía dos pequeñas orejas y podía girar la cabeza sobre si mismo, sin mover sus patas del suelo; Arturo – antes de que te asustes, amigo lector - era un mochuelo

Yo tendría no más de nueve años, cuando entró en mi vida. Lo hizo de manos de un aceitunero - que con su cuadrilla paró un día a descansar a la puerta de casa en la Gavia, en la vega de Álora - el cual lo sacó del bolsillo donde lo traía.

Le explicó a mi madre, que lo había encontrado perdido en el campo, aunque siempre tuvimos la sospecha de que eso no era así, pues los mochuelos son muy diligentes con sus nidos, y mucho más con sus crías, pero mi madre, que siempre decía que no se había de discutir lo que era evidente, dejándose engañar por el hombre, tomó entre sus amorosas manos, al desvalido patalete (1) y asumió, desde aquel momento, la obligación de cuidarlo.

No resultó fácil que un animal salvaje, que solo se alimentaba de insectos y carne, abriese la boca y luego ingiriese el brebaje que mi madre le preparó, a base de pan migado y leche de cabra. Pero la tenacidad y constancia de mi progenitora, consiguió ese milagro, y una vez tomó su primer bocado, pude ver convertirse ante mis ojos, a un ave en mamífero.

Los mochuelos adultos son feos. Con una enorme cabeza, ojos grandes, cuerpo rechoncho, y patas rematadas en aceradas uñas, pero de polluelos, son auténticamente horrorosos.

La cabeza es gigantesca en proporción al cuerpo, y este, está recubierto por una pelusa, a medio camino entre pluma y pelo, que al ser rala, deja ver parte de su piel. Lo único que saben hacer - y eso desde que nacen - es comer y defecar, y lo segundo, en el caso de nuestro personaje, al habérsele alterado su metabolismo por el cambio alimentario, era descomunal.

Una vez hecho lo más difícil, es decir, que empezase a comer, tomamos los menores el relevo para cuidar al nuevo habitante de la casa, al que lo primero que se hizo, fue bautizar con el nombre de Arturo, un humano de ojos saltones, que la gente menuda odiaba cordialmente, debido a los sustos que solía darnos, haciendo horribles muecas con su cara.

En pocas semanas, el aspecto de Arturo cambió radicalmente, pronto se le empezó a caer el blancuzco manto que le cubría, siendo reemplazado por las plumas de su especie. No tardó mucho, en comenzar a dar pequeñas voladas por la casa, asustando con ellas, a canarios y jilgueros que en una jaula había, así como a las aves de corral mucho más grandes que él, y que pese a su tamaño, veían en nuestro amigo, un depredador poco digno de confianza.

El cambio de aspecto, produjo también otro, en los hábitos alimentarios de la rapaz, a la que dejó de hacer gracia el pan con leche, para fijarse en algo más consistente, como insectos, que empezó a cazar con sus garras.

Nunca cogí tantos saltamontes, como los que ahora eran necesarios para saciar a nuestro amigo, al que hube de ayudar, en su dieta, con algunas piltrafas de carne, que aunque eran igualmente devoradas, no constituían sin embargo su menú preferido, ya que lo realmente le gustaba era lo que cazaba.

Al poco, Arturo formaba parte de la familia. En su fealdad era hermoso. De su cabeza destacaba su pico curvo que chasqueaba al ser nombrado, y sus redondos ojos, siempre abiertos. Se movía libremente por la casa, de la que no se alejaba jamás, acudiendo a las llamadas por su nombre al momento, apoyándose en el hombro o la cabeza de quien lo hacía, y clavándole – como era natural – sus uñas al posarse.

En casa teníamos tres gatos - terror de pájaros y ratones - y que no bien vieron a Arturo moverse, seguramente pensaron, que sería una suculenta merienda.

Fue el gato más joven, el que con felinos andares, se fue aproximando a nuestro alado amigo. Arturo se mantuvo inmutable, pero algo debió advertir sobre las intenciones del minino, pues cuando se hallaba a menos de un palmo, abrió pico y alas, lanzando un estridente chillido, y embistiendo contra el micifuz, que escapó con el rabo hinchado como un plumero, sin que desde ese día, hiciese ningún otro acto de hostilidad contra el plumífero, que también le ignoraba completamente.

Y así fue transcurriendo todo el verano. Era normal que permaneciese durante rato, subido en alguno de nosotros en demanda de comida, dejándose acariciar - aunque sentía terror a que le sujetasen - y moviéndose entre los demás animales de la casa – perros y gatos – con total libertad.

Una tarde de otoño, casi anochecido, Arturo tardó más de lo común en responder a la llamada. Oíamos sus ruidos característicos, pero no venía como otras veces. Por fin, le vimos entre las ramas de un árbol próximo, acompañado de otro animal de su especie, que al advertirnos huyó volando. Cuando le conté a mi madre lo ocurrido, me dijo con su maravillosa sonrisa - Hijo, ve diciendo adiós a Arturo, porque la naturaleza le llama...

Entonces no entendí lo que ella quería decir, pero solo tres noches más tarde Arturo no vino a mi reclamo. El otro espécimen – macho o hembra nunca lo supe - volvió para recordarle que su vida era la tierra y la libertad, y él le hizo caso.

Me quedé, durante días, aguardando inútilmente su regreso, sin entender como era posible que prefiriese vagar errante por el campo, y renunciar a tener un techo y una comida segura.

Años más tarde, llegué a comprender a Arturo, y en mi fuero interno le envidié...

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

 (1) patalete – En mi tierra, cría pequeña de un ave

3 comentarios:

  1. Bonita historia con la lección inmersa: la vida es como es y no como nos gustaría a nosotros que fuese.

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    1. Esa es la realidad amigo. Las cosas en la niñez se ven de otra manera. La verdad es que prefiriría no haber crecido ...

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    2. QUE BONITO AMIGO GRACIAS !!!!!!

      J.A Sancha

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