Tal día como hoy, 14 de septiembre de 1812, comienza el gran incendio de Moscú durante la Invasión napoleónica de Rusia.
Napoleón Bonaparte, al frente del mayor ejército europeo reunido hasta entonces, invadió Rusia en 1812. Iniciaba una invasión que meses después se transformaría, en una colosal catástrofe para los franceses y el final de las aspiraciones de Napoleón, de consolidarse como amo y señor de Europa
Cuando Napoleón cruzó el 24 de junio de ese año el río Niemen, límite entre el Ducado de Varsovia y Lituania, lo hizo al frente de un ejército de 691.500 hombres. Con el zar Alejandro I había mantenido relaciones amistosas. Después de que Bonaparte lo derrotase en Friedland, firmaron la paz de Tilsit en 1807. Ambos acordaron asistirse militarmente y Rusia se comprometió, a participar en el bloqueo a Inglaterra.
Aun cuando la marcha se realizó en verano, el ejército tuvo problemas de logística y de agua para sus sedientas tropas, y se movía lentamente. El 17 de agosto se enfrentaron primero en Smolensko y el 7 de septiembre, chocaron contra los rusos en Borodinó, una sangrienta batalla en la que murieron, 40 mil rusos y 20 mil franceses. Esa victoria le abrió a Napoleón el camino a Moscú.
Los rusos adoptaron la estrategia de tierra quemada. Los campesinos destruían las cosechas, se deshicieron de los forrajes, quemaban las chozas, los molinos, se destruían puentes. Evitaron librar una batalla en campo abierto. El general Mijail Kutúzov era el comandante en jefe del ejército ruso, que implementó la estrategia de tierra quemada
Cuando Napoleón entró en Moscú la encontró abandonada, sin alimentos ni agua y con pocos lugares para refugiarse. Iluso, preguntó dónde estaban las autoridades civiles para recibirlo. Hasta pensó que se le entregaría las llaves de la ciudad. Muy lejos de eso, detrás de las murallas de la ciudad, se escuchaban los ruidos de la retaguardia rusa que partía.
Napoleón le mandó tres cartas al zar Alejandro I, que estaba en San Petersburgo, proponiéndole un acuerdo, pero siempre bajo sus condiciones. El zar nunca las respondió. Es más, cuando se enteró de los incendios, dijo que habían iluminado su alma.
Bonaparte dejó que sus tropas se dedicasen al saqueo, a la rapiña y a las violaciones. La catedral de San Basilio fue usada como establo. Napoleón hizo descolgar la cruz dorada para llevársela a París, pero se desilusionó cuando comprobó que era de madera con un simple baño dorado.
El 13 de septiembre, en una miserable choza del pueblo de Filí en las afueras de Moscú, el general Mijail Kutúzov, un experto militar de 67 años, que ya había combatido a los ejércitos napoleónicos, convenció a su estado mayor de quemar la ciudad, siguiendo con la estrategia de tierra arrasada, frente al avance del gigantesco ejército francés que se acercaba.
“Que Napoleón entre en Moscú no significa que haya conquistado Rusia”, le escribió al zar, con el que no tenía demasiada química. Nunca le había caído en gracia ese general inteligente, frío y calculador, al que le faltaba el ojo derecho, que había perdido en las guerras contra el imperio otomano. El zar lo había nombrado, para levantar la alicaída moral del ejército ruso.
En un primer momento, el emperador francés pasó una noche en el Kremlin, que tenía sus puertas abiertas. A regañadientes al ver el peligro de los incendios, se trasladó a las afueras, al castillo de Petrovsky. Su propia tropa sorprendió a un ruso queriendo incendiar el Kremlin, y fue ejecutado a bayonetazos en un patio interno. Napoleón volvería a ese palacio cuatro días después.
En la ciudad todo era descontrol. Las casas, en su mayoría construidas en madera, ardieron hasta las cenizas. Sus 275 mil habitantes se habían ido, y solo quedaron unos seis mil, la mayoría extranjeros, delincuentes y enfermos.
El conde Fiódor Rostopchin, gobernador militar de Moscú, estuvo a cargo del operativo pirómano y ordenó, que también se quemasen las iglesias. Los franceses encontraron en distintos puntos de la ciudad detonadores inflamables. Dicen que algunos de los incendios, fueron provocados por los propios soldados franceses, en su afán de encender fuegos para cocinar. De 9 mil edificios, unos 6.500 quedaron destruidos.
Bonaparte pasaba los días encerrado, hojeando libros de una biblioteca. Durante un par de noches mandó representar obras francesas, por una compañía de actores que estaba en la ciudad, por casualidad. Antes de irse, ordenó volar el Kremlin, pero no pudieron. Solo lograron derribar una de sus torres.
Fue un error de cálculo, el de haberse quedado seis semanas en una Moscú incendiada, abandonada, sin nada para comer y con el invierno en ciernes. El general Kutúzov se extrañó que su oponente, no hubiese sospechado de la trampa en la que había caído. El 19 de octubre ordenó la retirada. Ese día la temperatura era ya de cuatro grados bajo cero, la que bajaría a menos 30 grados en diciembre.
Sus soldados no tenían ropa de invierno. Hambrientos, enfermos de tifus, muchos con sus extremidades congeladas, sometidos a continuos ataques de guerrillas, perdieron la disciplina y todo se transformó en un sálvese quien pueda.
Era peligroso dormirse porque se corría el riesgo de no despertar más, ante los 40 grados bajo cero de temperatura. Hubo deserciones masivas de soldados exhaustos, temerosos de los ataques sorpresivos de la caballería ligera rusa y de campesinos convertidos en guerrilleros.
Cruzar el helado río Beresina fue un martirio. Los rusos habían destruido los puentes y los que construyeron los franceses, precarios, terminaron cediendo. Los soldados, en su desesperación, pisoteaban heridos, arrollaban con lo que se le cruzaba, con tal de llegar a la otra orilla.
A fines de diciembre de ese año llegaron a Königsberg, capital de la Prusia Oriental, los pocos miles que habían logrado sobrevivir. Los que murieron, terminaron sepultados en diversas fosas comunes, abiertas en varios puntos del camino.
Esa montaña de huesos desparramados en cien metros cuadrados, de miles de infelices sorprendidos de casualidad en su descanso eterno, fueron una mínima parte del alto precio que pagó Napoleón, ya que el desastre ruso supuso el inicio de su caída política. Aunque para su derrota final en Waterloo, aun faltaría un poco más.
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