miércoles, 28 de diciembre de 2016

Cuando éramos actores


Creo haber dicho ya, que de doña Remedios, la maestra de Venta de Tendilla, en la vega de Álora, se empezaba a ser alumno con cinco o seis años y ya no se dejaba de serlo jamás, pues ella te vinculaba a su persona de mil maneras y eso, que sucedía con todas las cosas, ocurrió también con el teatro.

Estaba ya en Málaga estudiando Bachillerato, cuando un año a principios de verano, Doña Remedios  recibió del maestro rural que ejercía en la escuela diocesana de la Gavia, una petición de ayuda para conseguir - entre otras cosas-  poder costear la campana de la iglesia, ya que al ser la escuela además capilla, contaba con un modesto campanario que estaba vació y aunque había pedido presupuesto para adquirirla, este superaba en mucho el dinero disponible, por lo que recurrió a  Doña Remedios  y ella, siempre solicita y solidaria, se prestó encantada para ayudar.

La primera providencia, fue convocar a sus alumnos. Entre los primeros, los de la “casa de Benito” como en la comarca se conocía mi casa, de la que prácticamente fuimos todos, excepto mis progenitores, y una vez reunidos con ella, nos informó que había que “arrimar el hombro” ya, que con la colaboración de un autor teatral aficionado, se le había ocurrido la idea de representar una obra de teatro para recaudar fondos y así poder costear la campana, idea a la que todos – aun con un poco de respeto por el hecho de tener que actuar ante los vecinos – aceptamos, como hacíamos siempre que nuestra maestra nos pedía algo que fuese de su interés.

El elenco artístico estaba servido. Yo era el galán joven, mi hermana mayor, Nati, mi novia de ficción; mi hermano Gabriel el padre de esta, y así, con toda la familia distribuida entre  padres postizos, hermanos de pega y una pareja hilarante a quien correspondía la parte cómica de la obra, compuesta por mi hermana Conchi y el maestro de la escuela rural Regino Bootello, en el papel de un cateto cachazudo y zumbón, que tan solo hacia su aparición en el escenario vestido de gañan, despertaba, sin empezar siquiera a hablar, las risas del auditorio.

Luego había otros, como mi hermana pequeña Carmen, Inés Hidalgo o Antonia María Ortega, hace poco jubilada de su comercio de pescadera en Álora, que allí representaban a una niña pizpireta y desparpajada, que hacia las delicias de la gente y muchos otros,  de los que el tiempo ha ido borrando, en mi memoria, muy a pesar mio, sus nombres.

Con tales mimbres, comenzaron los ensayos, que se hacían cada noche en casa del autor Don José González, cercana a la escuela, el cual ilusionado también por su obra “El veraneo”, era  el más entusiasta de todos, ofreciendo además de su casa para ensayar, dulces y bebidas para amenizar las veladas.

A mis 16 años, recuerdo que era un “trago” declararme en público -  como pedía la obra - a mi hermana mayor,  pero tras unas fallidas tentativas, le cogí tal maña a  hacerlo que los que lo oían, decían que parecía fuese de verdad y lo mismo acabó sucediendo, con el resto de integrantes del reparto, que día a día se iban imponiendo en sus personajes de manera que – cuando supimos nuestros papeles de corrido – nos reíamos de nuestros propios diálogos, a los que nos atrevíamos a añadir alguna que otra modificación, lo cual le hacia aún más y más hilarantes, para nosotros mismos, de manera que ir a los ensayos, acabó por convertirse en una divertida actividad.

Y por fin, llego el gran día. En la finca  del autor, cuidadosamente vallada para la ocasión, se habilitó una taquilla y se  improvisó un escenario, justo en la misma puerta de su casa, para facilitar los cambios de vestuario y luego de hacer una difusión boca a boca entre los vecinos, más la colocación de carteles en lugares estratégicos, la noche del estreno “no cabía un alfiler” aunque el respetable, que pagó cinco pesetas por localidad, hubo de traerse en la mayor parte de casos, la silla de su casa, porque no había asiento para todos.

Tras los nervios de los primeros momentos, todo empezó a salir cada vez mejor. La gente se reía de buena gana y, sus carcajadas, tuvieron la virtud de reforzar nuestra seguridad en la actuación, de manera que  al final, en las escenas que debían ser serias, el personal ponía caras de circunstancia, mientras en las pensadas para reír, se desternillaban. En una palabra, tal y como sucede en el teatro de verdad.

El éxito fue, pues, apoteósico, lo cual era motivo de satisfacción doble, por aquello de “ser profeta en propia tierra” y sentirse a la vez protagonista, aunque cuando llegó la hora del recuento económico, nos dimos cuenta que con lo recaudado no llegaba, ni de lejos, para adquirir la dichosa campana, objeto de tantos esfuerzos.

 ¿ Y si lo hacemos fuera de aquí...? No sé a quien se le ocurrió la idea, ni por qué el lugar en el que se hizo, pero el caso fue que, impulsados y embriagados por el  éxito escénico, a lo pocos días ya estábamos enfrascados en repetir de nuevo la función, en este caso en el vecino pueblo del Valle de Abdalajis, ya que – al aparecer-  había allí un local idóneo para ello, que además, nos cedían gratis...

Doña Remedios, como siempre alma mater del proyecto, pues sin su presencia nuestros padres jamás hubiesen consentido en nada de aquello, se mostró como era tradición en ella, entusiasmada con la idea, y tras alquilar un camión mediante los buenos oficio de un amigo de mi hermano, una tarde nos subimos todos a él y unos de pie, y otros sentados en el suelo de la caja, abierta al viento, iniciamos el viaje, por una carretera plagada de curvas y baches, en donde llegar ya era un éxito, aunque se hiciese molido.

El “local idóneo” resultó ser el patio de una fabrica de aceite, en el cual habían improvisado un escenario y “vestuarios” para los artistas, que eran  los lugares en donde se almacenaban la aceitunas ante de ser molidas, los cuales había sido adecentados de forma somera, para su cometido teatral de camerinos.

La representación fue – como en la ocasión precedente – un éxito rotundo, e incluso más si cabe, pues desde la primera vez que actuamos, habíamos “cogido tablas” y nos permitíamos alguna licencia personal, en forma de introducción de cuñas en los diálogos, en referencia a cosas sucedidas ese mismo día y en aquel lugar, que aún despertaron más las risas y los aplausos del respetable.

Ya de madrugada, cansados y vapuleados en  el traqueteante camión,  pero felices en el fondo, volvimos a la Gavia y  aunque, como  suele pasar  pasar en los pueblos, más de uno se había “colado sin pagar”, la cantidad de dinero para financiar la campana ya se acercaba a la meta, aunque aún debimos hacer un par de sorteos para completar su importe, en los que nos convertimos en vendedores de papeletas y loteros ambulantes, hasta que finalmente pudimos ver la campana instalada..

Luego, al poco empezó el curso, yo me marché de nuevo a Málaga como cada año y – aunque se dijo que tal vez repetiríamos la experiencia – todo quedó en deseos, pues al final la vida es la que manda y te dirige por sus caminos, y nunca al revés.

La escuela capilla de la Gavia, haca ya años que, por falta de niños, fue cerrada y vendida a un particular, pero la campana fue colocada en otra, cuya ubicación exacta desconozco, pero esté donde esté y suene donde suene, sus tañidos llevarán para siempre algo de todos nosotros.

Al final, en la vida cuando van pasando los años, solo te queda el recuerdo agridulce de cosas así.

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