Tal día como hoy, 18 de abril de 1610, el rey Felipe III firmó la orden de expulsión de los moriscos de los reinos de Aragón y Valencia. Se llevó en secreto, para evitar desórdenes, hasta que se desplegaron los efectivos suficientes, para llevarla a cabo a finales del mes de mayo.
La población morisca consistía, en unas 325 000 personas en un país de unos 8,5 millones de habitantes. Estaban concentrados en los reinos de Aragón, en el que constituían un 20 % de la población, y de Valencia, donde representaban un 33 %, del total de habitantes, mientras que en la corona de Castilla, estaban más dispersos, llegando en algunos casos, aunque excepcionales, a concentrarse en torno al 50 %, de la población.
A esto hay que añadir, el incremento de la población morisca, especialmente en el reino de Valencia, donde había aumentado de 19 800 a 30 000 familias en solo 30 años, lo que inquietó tanto a las autoridades, que decidieron suspender el censo, para no asustarse con la progresión, que iba siempre presentando
Las tierras ricas y los centros urbanos de esos reinos, eran mayormente cristianos viejos, mientras que los moriscos ocupaban la mayor parte de las tierras pobres y se concentraban, en los suburbios de las ciudades, dedicados a las únicas tareas que las leyes les dejaban practicar: la albañilería, la agricultura, la medicina y algunas ramas de la artesanía, ya que los gremios cristianos, fueron estrictamente excluidores de los moriscos.
En Castilla, la situación era muy distinta: de una población de seis millones de personas, entre los moriscos sumaban unos 100 000 habitantes. Debido a este porcentaje mucho menor de población morisca, posiblemente el resentimiento por parte de los cristianos viejos, hacia los moriscos fuera menor que en la corona de Aragón.
Un gran número de eclesiásticos, apoyaba la opción de dar tiempo, una opción en parte apoyada por Roma, pues consideraban que una total conversión al cristianismo, requería de una prolongada asimilación, en las creencias y sociedad cristianas.
La nobleza aragonesa y valenciana, era partidaria de dejar las cosas como estaban, pues estos eran los grupos que más se beneficiaban, de la mano de obra morisca, en sus tierras. El campesinado, sin embargo, los veía con resentimiento y los consideraba rivales.
Tras la promulgación de los decretos de expulsión, se celebró el 25 de marzo de 1611 en Madrid, una procesión de acción de gracias "a la que asistió S. M. El Rey vestido de blanco, muy galán", según relató un cronista.
En total fueron expulsadas unas 350 000 personas, la mayoría de ellas de los reinos de Valencia y de Aragón, que fueron los más afectados, ya que perdieron un tercio y un sexto de su población, respectivamente.
El edicto de expulsión era de una extrema dureza y urgencia: desde su promulgación, los moriscos disponían de tres días para embarcar en las naves españolas que los llevarían a la Costa Berberisca. Sólo podían conservar las posesiones que pudieran llevar consigo y se les prohibía vender sus bienes muebles para evitar la expropiación.
Además, expirado el plazo para embarcar, si todavía no se habían marchado podían ser asaltados y robados sin consecuencias penales para sus atacantes.
Para la Corona, la expulsión de los moriscos suponía quitarse de encima un conflicto que llevaba más de un siglo arrastrando, pero las consecuencias de la decisión no fueron menores.
Como se había temido, se produjo una grave crisis agrícola: aunque se intentó suplir el vacío con mano de obra cristiana, los nuevos agricultores no tenían un conocimiento profundo de las técnicas de regadío que se habían desarrollado en época andalusí, por lo que en muchos lugares se cambió el tipo de cultivo, lo que a su vez tuvo repercusiones en la economía y en los impuestos.
Además, si uno de los motivos de la medida había sido acabar con la piratería berberisca y la amenaza otomana, el efecto fue justo el contrario. Muchos moriscos se unieron a las tripulaciones corsarias, alentados por el resentimiento de haber sido expulsados de sus tierras.
Otros se instalaron en Estambul o en Túnez, aportando los conocimientos de agricultura desarrollados en al-Ándalus y mejorando la productividad de los cultivos. A la postre, la expulsión terminó en parte beneficiando al enemigo del que la Corona española se había querido librar.
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