Desde la más profunda noche de los tiempos, el hombre ha luchado, ha matado y se ha dejado matar, por una cosa sobre todas; la posesión de un trozo de tierra. Puede ser que esto se deba, al hecho de que la sentimos como nuestra madre, ya que de ella venimos y a ella - al final - volvemos, pese a que en este postrer retorno, poca necesitamos para fundirnos de nuevo - en íntimo abrazo - con ella.
Uno de los hombres que se correspondía a la perfección con esta descripción, era Zacarías. Era propietario de unas tierras de secano en su pueblo natal, heredadas de sus padres, que a su vez la habían recibido de los suyos, y así hasta donde la memoria alcanzaba.
Las tierras de Zacarías eran su alma, su razón de vivir, su identidad y su orgullo. Las atendía y mimaba con paternal solicitud, y todo a pesar de que ellas eran ingratas, con su enamorado dueño, y su producto hacía vivir a este, si no pobremente, sí con justeza.
Una cosecha de almendras no demasiado generosa, unos algarrobos con más presencia que fruto y unas fanegadas de trigo o cebada - según los años - en los que se cifraba la esperanza de la familia, y que no pasaban de discretas, eran el fruto total de sus desvelos.
En lo único en lo que las tierras de Zacarías, resultaban pródigas era en piedras, las había de todos los tamaños y formas imaginables. Pese a todo, Zacarías adoraba aquellas lomas, vivía para ellas, y siempre que podía se pasaba el tiempo, en la contemplación arrobada de su propiedad.
Una mañana que, como de costumbre, se recreaba admirando la hermosura de su finca, vio de repente algo que hizo que su razón se nublara. Lucas, el vecino de la propiedad contigua, había removido, seguramente con el arado, los mojones que marcaban el límite entre ambas heredades y ¡oh perfidia!, los había vuelto a levantar unos centímetros más allá, de su antigua ubicación y hacia el interior, de las tierras de Zacarías.
Un ultraje a su amante esposa, no hubiese seguramente enfurecido tanto a nuestro hombre, como la invasión de que había sido objeto, su indefensa propiedad. Con el semblante demudado por la rabia, se dirigió en busca de su desaprensivo vecino, al que encontró poco más tarde, en su habitual tertulia del bar de la plaza.
Los hechos transcurrieron a velocidad meteórica. De las palabras se pasó a los gritos, de los gritos a las manos, y ya en estas, a una estruendosa bofetada que - en presencia de medio pueblo - propinó Zacarías a su vecino, y que a poco estuvo de hacer a este, rodar por los suelos.
Después, todo se precipitó, Lucas, apenas repuesto, interpuso ante el Juzgado Municipal la correspondiente denuncia, y en el pueblo, no se habló durante días, sino del incidente. Como es lógico, la opinión pública local, se dividió en dos bandos radicalmente opuestos y totalmente irreconciliables: los seguidores de la postura de Zacarías y los de la de Lucas.
Con el tiempo todo se fue olvidando, pero una mañana la ciudadanía se despertó con la noticia, de que por fin se había fijado fecha para el juicio, por la disputa de “las lindes”, y este anuncio hizo volver todo el asunto, a su punto de partida.
En la sala de Juzgado no cabía ni un alfiler. La sesión comenzó con las pruebas, y los testigos que habían visto los mojones removidos, y los que había presenciado la bofetada propinada, y por fin, acabando la mañana, se llegó al momento cumbre de la ansiada sentencia.
- “Vengo a condenar y condeno a Zacarías, - acabó el Juez con solemnidad tras su alegado - a la pena de cien pesetas de multa, por la bofetada inferida en el día de autos, a la víctima aquí presente...”.
Lo que sucedió seguidamente, dejó a todos estupefactos. Nuestro hombre, que había permanecido sereno durante el transcurso de la sesión, se levantó de su asiento y dirigiéndose a Lucas, le agarró por las solapas y le propinó cuatro bofetadas de igual calibre a la que originó el juicio. Luego - ante el asombro general - se dirigió a su señoría, y tras extraer de su cartera, un billete de quinientas pesetas - que era mucho dinero para su débil economía - dijo:
“Ahí van quinientas pesetas, cóbrese Señor Juez, cien son por la bofetada de antes y el resto para pagar las cuatro de ahora. ¡No pensaba yo que me iba a quedar tan a gusto por tan poco dinero...!”
El tumulto que se organizó fue mayúsculo, y en él apenas podía oírse la voz de su señoría reclamando, mientras golpeaba el estrado mazo en mano – y tan enérgica como inútilmente - silencio y orden en la sala.
J.M.Hidalgo //Historias de gente singular
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