jueves, 4 de agosto de 2016

El tunel de la estación

 


Cuando en la infancia iba a Álora desde mi casa en la Gavia – casi siempre al médico - no solía pasar por la estación de ferrocarril, ya que para ese trayecto - como en otra historia conté - usábamos “el palo del río”. Pero durante los inviernos lluviosos, y entonces los había con frecuencia, la margen izquierda del Guadalhorce quedaba aislada del pueblo, salvo si se usaba el único paso posible, que era la carretera de la estación.

Por eso, mis recuerdos de este camino están vinculados a la lluvia y el frío y - como siempre lo hacía a pie - el día en que había que ir “por la estación”, era siempre una mala noticia.

La carretera – serpenteante, estrecha y llena de baches - transcurría siguiendo el curso del río y la referencia de estar ya cerca era llegar “a la cuesta del papa”, con una solitaria casa que le daba su nombre y poco después al puente de hierro sobre el Guadalhorce - hoy ya desaparecido por causa de una riada -  aunque en alguna ocasión hubimos de volver sobre nuestros pasos, porque el río - oliendo a barro por la riada - lo sobrepasaba.

Al otro lado del puente, empezaban las viviendas, los almacenes de frutas y el paso a nivel, por el que siempre sentí recelo al cruzar, no fuera que bajase las barreras y me dejara encerrado en las vías.

Hacíamos también este trayecto para visitar a mi tía Natividad, que vivía poco más allá del túnel que desde el sur, daba acceso a la estación. Ir a casa de “tita Nati” - pese a que siempre me hacía algún regalo - no resultaba agradable precisamente porque había que atravesar el túnel por dentro, ya que aunque existía un camino exterior, este era poco más que una vereda de cabras larga e incomoda y por eso, mi progenitor, tras comprobar que no vinieran trenes, nos instaba a atravesarlo.

El túnel resultaba inquietante. Tenía una longitud de varios centenares de metros y al carecer de cualquier tipo de iluminación, con solo haber andado unos pasos en su interior, todo era oscuridad.

Tendría yo unos seis años, cuando en unos de estos viajes me dijo mi padre; - Acaba de pasar el correo, así que podemos atravesar tranquilos, porque hasta dentro de varias horas no llegará el “exprés”.

Pero aquel día, las previsiones paternas resultaron fallidas y cuando estábamos a medio túnel, oímos el inconfundible ruido de un tren que se aproximaba. Al ser imposible llegar a ninguno de sus extremos, permanecimos - en una oscuridad total y pegados a la pared como salamanquesas - mientras el convoy, con un ruido ensordecedor, se acercaba hacia donde nos encontrábamos.

No te muevas ahora, que pasará enseguida... aclaró mi padre en tono tranquilizador, al advertir que mi respiración se agitaba por momentos. Pero algo debió suceder, pues cuando estaba a escasos metros, el monstruo se detuvo y empezó a lanzar estridentes pitidos que aún acentuaron más su terrible aspecto, siendo innecesarias ya las advertencias paternas para que permaneciese inmóvil, pues mi terror esa tal que me sentía incapaz de mover ni un solo dedo...

Tras más de quince interminables minutos, en los que el humo se enseñoreó del túnel, la negra bestia de hierro y vapor resoplando reanudó su marcha, pudiendo salir del pasadizo sin – por mi parte – decir ni una palabra.

-Hoy nos ha sorprendido un tren dentro del túnel - explicó mi padre al llegar a casa, y  agregó orgulloso -Pero el niño se ha portado como un hombre...

Como es natural yo nada dije, aunque pensé que si él hubiese podido saber, cual era mi real estado de ánimo durante el tiempo que estuvimos dentro, seguro que habría empleado una expresión bien distinta para definirlo...

Como sería la cosa, que aún hoy me causa respeto cuando lo veo.

J.M. Hidalgo (Recuerdos de niñez)

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