lunes, 1 de agosto de 2016

Los prohibidos

 

Todas las prohibiciones llevan, en si mismas, un aliciente secreto que las hace en gran medida tentadoras, y este aliciente no es otro sino la posibilidad de ser transgredidas.

Hemos de admitir que para aquellos que encuentran placer en la trasgresión, la década de los años cincuenta en nuestro país, era su delirio. En aquella época, lo que no estaba prohibido por la ley de los hombres, lo estaba por la de Dios, y en muchas ocasiones,  por ambas.

Algunas actividades se encontraban tan condenadas, que la sabiduría popular las había bautizado con nombre propio, y así los juegos de azar en los que intervenían jugadores, apostando grandes sumas de dinero, se los conocía vulgarmente con el nombre de “los prohibidos”.“Los prohibidos” tenían, por todo esto, un fuerte arraigo en mi tierra.

En las largas noches de invierno del sur, en las que la televisión aún no se conocía y la radio era solo un lujo al alcance de unos pocos, no quedaba otra distracción - quitada la más antigua que el hombre y la mujer, conocen - que la de la tertulia, el parchís y el inevitable juego de cartas.

Había partidas familiares, en las que los premios eran garbanzos o habichuelas, las había de grupos de amigos en que podían jugarse unas cañas o un café, y por último estaban “las timbas”, partidas ilegales, en donde los recalcitrantes jugadores, desafiando por partes iguales al cura y al gobernador civil, depositaban sobre el verde tapete hasta su propia camisa, y donde la propiedad de una casa o una finca, podían cambiar hasta tres veces de manos en una sola noche.

Como era lógico, la existencia de las partidas, las personas que asistían y casi el lugar y la hora en que se celebraban, constituían para todos en el pueblo un secreto a voces. Bueno, para todos menos para las fuerzas del orden, que pese a su demostrado celo y tenacidad, no habían logrado nunca sorprender “in fraganti” a los desaprensivos delincuentes.

De entre todas, destacaba una sobre las demás por su asiduidad y rareza, la formada por Juan “el de las viñas”, Roque, conocido ganadero de la comarca, Don Paco, un niño de familia rica que ejercía su carrera de abogado en los cafés y Bartolo, humilde agricultor, y que pese a no tener dinero, y menos si se comparaba con sus compañeros de juego, era admitido de buen grado por estos ya que su fino ingenio amenizaba las reuniones y estimulaba la partida.

Por eso Bartolo jugaba “a gastos pagados” y sus pérdidas o ganancias, eran repartidas entre los demás al final de cada velada.

Cierta noche, ya de madrugada, en que la partida a la que nos referimos se encontraba en su punto más álgido, y sobre la mesa se amontonaban en total desorden, fajos de billetes de todos los colores, unos golpes secos, a la puerta de la venta en donde se encontraban, dejó sin resuello a los jugadores.

-¿Quién vive? - pregunto aún sin abrir el ventero.
- ¡Abran a la Guardia Civil! - respondió una autoritaria voz desde el otro lado.

La frase actúo de igual manera, a como lo haría una ráfaga de viento, en una habitación llena de plumas. Los reunidos, abandonando sobre la mesa cartas y dinero, salieron a escape de la sala, mientras el dueño de la casa - con no demasiada prisa para darles tiempo - se disponía a abrir la puerta.

Cada uno buscó, como pudo, una vía de salida. Juan lo hizo por una ventana, Roque encontró camino libre por el corral, en tanto que Don Paco lo lograba - no sin dificultad - a través de la gatera de la cocina.

Solo Bartolo, tras equivocarse por las prisas en la dirección elegida, no halló otro lugar en que esconderse sino una alacena, empotrada en una pared y usada como trastero, de no más de noventa centímetros de alto, y poco más de fondo.

Unos segundos más tarde, el sargento y dos agentes de la Guardia Civil del pueblo, entraban en la casa y tras descubrir el dinero y los naipes, iniciaron con tenacidad y método, la búsqueda de los infractores.

Poco tardaron en dar con la alacena en donde Bartolo se había refugiado, y menos aún - no más abrieron la puerta - en descubrir a este en su interior.

- ¿Que está usted haciendo ahí dentro? - preguntó con voz severa el sargento.

Nuestro hombre, que se encontraba embutido en el habitáculo, replegado sobre sí mismo, con las rodillas junto al mentón, la cabeza ladeada rozando el techo, y un apero de labranza incrustado en sus riñones, contestó con la mayor naturalidad:
   
- Ya lo ve usted, mi sargento, aquí, echando un paseo...


Pese a los esfuerzos de los tres agentes, a los que hubieron de sumarse también los del ventero, se tardaron más de cinco minutos en poder sacar indemne al bueno de Bartolo, del lugar en el que se encontraba “paseando”.


 J. M. Hidalgo (Gente Singular)    

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