domingo, 7 de agosto de 2016

El ventorro chamizo

 


En la época en que lo conocí, no era ya la venta de hospedaje pequeña y mala con la que la palabra “ventorro” se identifica, aunque posiblemente lo hubiese sido, ya que se hallaba situado al borde de la carretera, que antes fuera el antiguo camino Real de Málaga a Antequera a su paso por la vega de Álora.

Seguramente el apellido “chamizo” que le calificaba, definiría lo que fue el ventorro en sus orígenes, es decir, una venta de mala calidad que aún hiciese más evidente y necesaria su definición como “ventorro”.

Sin embargo, en la década de los años cincuenta, aunque había perdido la condición de hospedería, conservaba todavía la de taberna y estación de postas, ya que el camino - ahora trocado en carretera - era itinerario para un autobús de viajeros que, con salida en la capital, recorría a diario su ruta hasta el límite de la provincia y tenía parada “para estirar las piernas y beber agua” en la puerta del ventorro.

Además de esa función de “estación de diligencias”, el edificio era punto de referencia para la comarca, pues daba nombre tanto a un caserío agrícola del que era centro, como a la cañada y al puente con los que hacia el sur lindaba, ambos denominados “de Chamizo”.

Pero el lugar, no solo era taberna en donde los hombres jugaban a las cartas y al dominó, o bebían en la barra - a palo seco - media botella de fino, sino también centro de atracción social, pues en el edificio se hallaba el estanco y una tienda de ultramarinos, donde de pequeño pude admirar los caramelos de bastón - blancos y rojos - a los que nunca accedí porque su precio rebasaba la peseta y eso era mucho para mi magra economía.

Lo que daba mayor relevancia social al ventorro, eran sus servicios, y es que - además de lo dicho - en él se ubicaba la única barbería en muchos kilómetros a la redonda y el taller del herrero, también único, por los que personas y bestias debían pasar a la fuerza regularmente por allí.

Aún recuerdo la primera vez que fui. No tendría más de siete años y como había empezado a ir al colegio, mis padres entendieron que mi corte de pelo debía dejarse de hacer en casa. Aprovechando que había que ir a herrar al mulo, inicié la costumbre de visitar al barbero para que mi pelo tuviera un aspecto más cuidado que el de hospiciano, que hasta entonces siempre había tenido.

Al haber otras caballerías esperando para ser herradas, mi padre me llevó a la barbería - lo cual me produjo sensación de ser ya mayor - dejándome al cuidado del maestro barbero con la precisa instrucción de que “el pelo quedase muy cortito...”

Hubo de colocar un suplemento sobre el sillón, porque de lo contrario me perdía en él, y luego, con una maquinilla manual comenzó a dejarme la cabeza como la de un recluta. A los pocos segundos, los cabellos cortados comenzaron a picar en cuello y espalda y ante mis continuas contracciones, el barbero luego de coger unas gigantescas tijeras y hacerlas sonar ruidosamente, dijo simplemente: “Si sigues moviéndote, te corto una oreja...” En la siguiente media hora, pese a los picores, ni un músculo de mi cuerpo osó hacer el más leve movimiento...

Después, con la cabeza de la que solo sobresalían las orejas, asistí con mi progenitor al espectáculo del herrero, el cual tras repasar con un escoplo las pezuñas de la acémila, le instaló un juego de herraduras nuevas que clavó con maestría, ante mi instintivo temor a que aquellos clavos tan largos, pudiesen hacerle algún daño.

Ya tarde, en uno de esos maravillosos atardeceres veraniegos del sur, volvimos a casa a lomos del mulo y - como si hubiese estado en un parque de atracciones - conté entusiasmado a mis hermanos la aventura.

Cuando cada verano paso ahora frente al ventorro convertido en vivienda, el único recuerdo de su pasado como taberna es un mosaico de azulejo en la fachada, propaganda de una bebida.

Ya no está el estanco, ni el comercio de ultramarinos con sus tentadores caramelos bicolores en forma de bastones, ni tampoco el barbero, ni el herrero y, al tiempo, me doy cuenta con tristeza que ha desaparecido también el niño que, como si fuese a una fiesta por sentirse mayor, esperaba turno para ser atendido …

Solo las chicharras, con su estridente y monótono canto, permanecen inalterables de todo lo que antaño fue...

J.M. Hidalgo (Recuerdos de infancia)

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