sábado, 6 de agosto de 2016

Los tres "fiririches"

 


  A todos los que sufren violencia de género

“Un fiririche” es - en mi tierra - un ataque de histeria incontrolable, un pronto irreprimible, un encontrarse - por alguna causa - fuera de sí. Aquí, pretendemos contar la historia de tres de ellos.

La buena e infeliz Rosario se casó tarde y mal. Tarde, porque pasaba ya largamente de los treinta, y debido a su poco agraciado físico y nula fortuna, no la habían cortejado jamás, y mal, porque, después de tanto esperar, dio con Paco, hombre de similar edad a la suya que, además de no tener otro capital que sus manos, con las que, por cierto, no demostraba grandes habilidades, era bizco de los dos ojos, pero no de un estrabismo pasable, sino que en el caso de Paco, cuando se le miraba a la cara, le dolía a uno la cabeza.

Pese a todo, un domingo de mayo se unieron en santo matrimonio en la iglesia del pueblo, al decir de algún chusco del lugar, habiendo de sujetar al cura durante la ceremonia para que no huyese despavorido, ante el espectáculo que ofrecían los contrayentes.

Diez meses después, y para asombro de  todos, la naturaleza hizo que de aquella unión, naciese un niño precioso, seguido, al año siguiente, por una niña, tan perfecta como el primero, y este fue - precisamente - el inicio de las desgracias de nuestra protagonista.

Todo empezó porque Paco, que a las prendas personales ya dichas, unía un intelecto de simio, no entendió nunca, como él - feo de delito - hubiese podido engendrar tales hijos, y una noche de sábado en que estuvo en la taberna bebiendo hasta las tantas, llegó a casa de madrugada y - cinto en mano- la emprendió a golpes con la infortunada y medio dormida Rosario, a la que - entre zurriagazo y zurriagazo - acusaba de adultera, mientras le preguntaba que quien era el padre, ya que - según razonaba - si los niños no tenían los ojos como los suyos, evidentemente no podían ser sus hijos.

Con tan científica conclusión en su caletre, a partir de ese día, no hubo fin de semana que, no se produjese la adecuada ración de palos, hasta que esta, se hizo costumbre, y ya nadie advertía lo que estaba sucediendo. Incluso algún alma caritativa, llegó a justificar la actitud antropoide del marido, con frases como “También habría que escucharle a él”, o “Que sabe uno lo que pasa en una casa cuando se cierra la puerta”, y otras, tan brillantes como las anteriores.

La cosa es que, unas veces por pitos y otras por flautas, los malos tratos continuaron, y aunque nuestra vapuleada heroína, pensó alguna vez en abandonarlo todo, el solo pensamiento de perder a sus hijos, y el escándalo que tal cosa supondría, la mantuvo, un día tras otro, en el lugar del suplicio.

Pero - como dicen - no hay mal que cien años dure, y una mañana, poco después de que él hubiese salido al campo a trabajar, llamó a la puerta de la vivienda un peón, que nervioso, explicó a Rosario, como su marido momentos después de subirse a un mulo en Las Pedrizas, se había caído y se encontraba privado de sentido.

La privanza, resultó ser un coma profundo, del que Paco no se repuso, falleciendo dos días más tarde en el hospital comarcal, sin llegar a recobrar su escaso conocimiento. Aunque la primera intención, al oír la noticia, fue la de dar saltos de alegría, Rosario pensó que después de lo soportado, no valía  la pena hacer tal cosa, por lo que resolvió despedirle de este mundo ante los demás, con el procedimiento de los “feririches”.

Concienzudamente despeinada y con un pañuelo negro en la mano, en el que había escondido un trozo de cebolla picante, salió a la calle, arrojándose al suelo y llorando a lágrima viva, mientras gritaba, que el mundo se le había acabado, que había perdido la luz de sus ojos, y no se sabe cuantas cosas más, siendo recogida con las vecindonas, que - ahora apiadadas de ella - la consolaron. Fue el primer “fiririche”.

Aquella tarde, en un furgón fúnebre, llegó el ataúd y una vez instalada la capilla ardiente, apareció la doliente viuda, que se arrojó sobre el cadáver, mientras decía entre lamentos, que ya nada tenía sentido sin su hombre, y que para qué quería vivir. Las amigas se hacían lenguas - mientras la sostenían casi inconsciente - del gran amor de Rosario, del que - por cierto - no habían tenido una constancia clara, hasta aquel momento. Este fue el segundo “fiririche”.

Al día siguiente inhumaron el cadáver. Con profundas ojeras, y en gran estado de histeria, se  abrazó al féretro, gritando - como una viuda india - que le enterraran con él, porque más valía morir junto a sus restos que continuar sola. A todos - incluido hombres - impresionó la escena, y alguna lágrima rodó, ante la tragedia presente. Había concluido el tercer y último “fiririche”.

Tapiada y bien tapiada estaba la losa sobre el difunto, cuando Rosario, acompañada  hasta su casa por todas las comadres del pueblo, y tras hacerse cargo estas de sus hijos, quedó - en señal de duelo -  encerrada a cal y canto, dentro de la vivienda.

La viuda, una vez sola, se desprendió de toda su ropa, y tras bañarse y perfumarse de pies a cabeza, se peinó, y pintó cuidadosamente ojos y cara. Luego, volvió a vestirse con el traje de las romerías y se calzó sus mejores zapatos.

Ataviada de fiesta mayor, se dirigió luego al patio interior, y allí fue arrojando una sobre otra, todos los objetos y ropas que fueron de su marido, a las que añadió -  por último - las que ella misma había vestido en el duelo. Cuando comprobó que nada quedaba en cajones y armarios, esparció un  líquido inflamable, y luego prendió fuego a la pira, en donde se convirtió en humo, lo peor de su pasado.

Mientras ardía, estuvo mirando la llama, y disfrutando su postrera venganza, con una sonrisa entre triunfante y decepcionada, seguramente porque entre las prendas, no se encontrase también, el cuerpo de su verdugo. Cuando solo quedaron  brasas, la comedia concluyó.

Los “fiririches” fueron despedida habitual de muchos duelos conyugales durante años, en una época en donde, además de no existir el divorcio, muchos pensaban seriamente, que el matrimonio lo era - sin otra alternativa y por designio divino - hasta que la muerte lo separaba.
   
J. M. Hidalgo (Gente Singular)
   

1 comentario:

  1. En un lugar de la Mancha cuyo nombre no hace al caso, allá por los cincuenta, había un barbero que cuando se excedía en ingestión etílica, se daba en apalear a su mujer. Pero es el caso que allí ejercía de comandante de puesto el cabo Serafín quien, noticioso por algún vecino del desafuero, convocaba al fígaro a la casa cuartel y, fusta en mano, le invitaba a entrar en la cuadra posterior al edificio donde tenía lugar breve un diálogo, tan convincente que procuraba una larga temporada de paz a la maltratada.
    Justicia rápida, eficaz y baratísima.

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