viernes, 12 de febrero de 2021

LA PRESBICIA

 

         Yo no se si la padeces, amigo lector, pero por mi parte he de reconocer que una de las cosas que peor llevo, desde que me voy acercando a mi cada vez más inminente vejez, es el tema de la “vista cansada”.

Eso de tener que ir siempre, antiparras en mano, para todo lo que requiera ser observado con detalle, es un eterno problema porque - como es obvio - los espejuelos siempre desaparecen en el momento que más se los precisan, y muchas veces intuyes - más que ves - las cosas pequeñas.

El obstáculo de la presbicia - como se conoce en medicina el asunto - surge a partir los cuarenta años o así, y sucede porque los ligamentos del ojo – como por desgracia todo lo demás –van perdiendo elasticidad, fuerza y consistencia y una vez ha iniciado este camino, cada día actúan en él con una mayor celeridad y eficacia.

Aún recuerdo la circunstancia en que supe de la existencia del impedimento. Me encontraba entonces destinado en el Aeropuerto de Barcelona y mientras estaba en mi puesto de trabajo leyendo unos documentos, se acercó el eminente profesor Joaquín Barraquer - que siempre me distinguió con su afecto – mientras esperaba para iniciar uno de sus frecuentes viajes a Sudamérica, y asiéndome de forma amistosa por el brazo me dijo:

- Amigo, tienes dos soluciones, o te alargas los brazos, o te compras unas gafas... Para, a continuación pasar a explicarme la naturaleza del asunto, del que – tal y como solemos hacer cuando no hemos tenido antes un determinado problema - lo ignoraba casi todo, habiendo advertido tan solo, que me veía forzado a separar cada día más los escritos, para poder ver con nitidez sus letras, lo cual – torpe de mi – al principio atribuía a tener tan buena vista que veía hasta de lejos, sin darme cuenta de que a cambio, lo que no lo hacía era de cerca.

La presbicia - en el medioevo – era la enfermedad de los presbíteros, básicamente por el hecho de ser, en aquella época, los únicos que sabían leer y escribir y como es natural solo en ellos se advertía la tara, pues el resto de individuos, aunque también padeciesen la afección, no la notaban y hacían las cosas de detalle “a bulto”.

Una de las características de este mal, es su condición socializadora. Digo esto porque hace unos años, con ocasión de una charla en un hogar de la tercera edad, en el que se entregaba a los asistentes – todos con más de los sesenta y cinco años – unos folletos informativos sobre prevención de su seguridad,  varios de ellos al haber olvidado sus lentes, recurrieron al expediente de sentarse alrededor de una mesa e ir compartiendo las mismas gafas - como si hubiesen sido indios americanos, fumando la pipa de la paz - cosa que al parecer hacían con frecuencia, y a todos, con más o menos exactitud, servían

Y a cuenta de todo esto, me viene a la memoria lo sucedido a una paisana de Álora, María de nombre, que con la edad - como casi todos- fue diagnosticada de la dolencia y se encaminó a una óptica, al objeto de adquirir unos anteojos graduados para su corrección.

El dependiente, ante la escasa información que la buena de María le facilitaba, ya que ella solo decía necesitar unas gafas, inquirió:

-¿Son para cerca o para lejos..?

A lo que nuestro personaje con la mayor naturalidad le contestó.

-Son “pa” cerca, es “pa” andar por aquí... por los “alreores”…

Por suerte para ella - amigo lector - el vendedor también era de la tierra…

 

 J.M.Hidalgo (Historias de gente singular)

 


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