martes, 12 de enero de 2021

DON JOSÉ

 

Cuando el verano de 1958 mi padre me comunicó, de forma sorpresiva, que había decidido que estudiase, todo mi mundo cambió en unos instantes. En un momento comprendí – a mis doce años – que el tren solo pasa una vez por la estación y que si no subes a él es posible que ya no vuelva a hacerlo. Por eso me propuse – con todas mis fuerzas - no dejarlo escapar.

“Estudiar”, en la Málaga de aquellos años, significaba hacer el examen de ingreso del Bachillerato en el instituto de la calle Gaona, en donde – a cara o cruz en mi caso pues la convocatoria era la de septiembre – me jugaba entrar o quedarte fuera.

Lo más urgente – dado que ya estaba mediado el mes de julio - era buscar preceptor para el resto del verano, pues aunque la formación recibida de mi maestra Doña Remerios era muy buena, fue ella la que me aconsejó repasar matemáticas, para asegurar alguna prueba introducida recientemente en esta materia.

Y entonces fue cuando tuve la oportunidad de conocer a Don José María Fernández Cívico. En realidad ya le conocía, pues su casa estaba en la vega de Álora, próxima a la escuela de la Venta de Tendilla, aunque tan solo sabía de él que era maestro y que - el decir popular – le confería fama de sabio...

Mi padre me encomendó – pues no en vano era ya un hombrecito - la realización de estas gestiones y por eso me acerqué a él casi de puntillas, aunque su bondad y gran humanidad hicieron fácil la encomienda.

¿Cuanto va usted a cobrarme por las clases? - indagué una vez hubo aceptado, temiendo que la cantidad superase mis posibilidades

-No nos discutiremos por eso...- aclaró tranquilizador.

Desde ese día, cada tarde bajo la frondosa parra de su casa, venciendo la somnolencia del calor del sur, Don José me explicaba matemáticas de forma fácil y amena .

- Hoy vamos a aprender a permutar términos. ¿Sabes lo que es permutar..?

- Pues debe ser lo que hacen los médicos, cuando operan y cortan algo, ¿no?

Don José sin reírse, como hubiese sido lógico, me dijo que esto era “amputar” y luego, con toda sencillez, me explicó la etimología de ambas palabras y por último la operación matemática en cuestión.

Las tardes cada vez se hacían más gratas, pues el maestro no eludía ningún tema, sino que – al contrario - abordaba cualquier materia, sin importar si eran o no objeto de clases.

De él aprendí, conservándolo toda mi vida, el afán por conocer cosas nuevas que siempre con sus enseñanzas transmitía.

El saber – me explicaba - es como un rompecabezas del que piensas que algunas piezas no sirven, pero, al poco, te das cuenta que todas son necesarias y que mientras más usas, mayor y más bella se hace la figura que compones ...

El único mal –decía con tristeza– es que nunca podremos acabar de componerla...

Con septiembre llegó el tan esperado examen y una vez superado, la hora de la despedida. Tal como me había anunciado, no discutimos por el precio de las clases y cuando – como un hombre – estreché su mano, a modo de despedida me dijo:

- No olvides que no hay mayor sabiduría que la humildad y que las mejores lecciones de la vida serán gratis y las recibirás de gentes que carecen de estudios..

Esa última clase, impartida bajo la parra que cada día nos había cobijado, compendió lo que fue la fantástica experiencia que supuso en mi vida Don José durante aquel verano. Uno de los más intensos y desde luego el más crucial de toda mi vida.

J.M. Hidalgo  (Recuerdos de adolescencia )

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