martes, 5 de enero de 2021

Kamikazes: la última esperanza de Japón

 
Tal día como hoy 5 de enero de 1945, con Japón perdiendo la guerra, nació una nueva generación de pilotos llamada kamikaze los cuales necesitaban poco entrenamiento y podían hacer un gran daño al tomar aviones llenos de explosivos y estrellarlos contra barcos. En Okinawa, hundieron 30 barcos y mataron a casi 5.000 estadounidenses.

Ser un escudo para el emperador y morir dignamente estampando el avión contra el enemigo. Muchos japoneses creían que así debía ser un héroe nipón en la Segunda Guerra Mundial. Pero no todos pensaban de esta forma. Para comprender el fenómeno kamikaze hay que tener en cuenta tres importantes elementos que impregnaban la sociedad nipona: el ultranacionalismo, encauzado a través del culto al emperador, el férreo militarismo y la educación, inspirada por el bushido, el código de honor de los samuráis, que contemplaba el suicidio ritual, o seppuku, como un acto de decoro y dignidad.

En 1944, la rápida conquista inicial del Pacífico se desmorona como un castillo de naipes ante la superioridad de los aliados, capaces de fabricar barcos y aviones más avanzados, en cantidades abrumadoras y a una velocidad mayor.

Sin embargo, rendirse no es una opción. Las derrotas de Saipán y del golfo de Leyte golpean con dureza la moral japonesa. La idea de atacar “como las abejas, que aguijonean y mueren”, empieza a rondar las mentes del alto mando, sugerida, al parecer, por algunos pilotos, como el experimentado Motoharu Okamura.

El 14 de octubre de 1944, en una reunión, el vicealmirante Takijiro Onishi propone en voz alta lo que muchos están ya pensando: organizar escuadrones de cazas Mitsubishi Zero, equipados con bombas de 250 kg y pilotados por hombres dispuestos a perder la vida a cambio de causar el mayor daño posible a las embarcaciones enemigas.

El primer ministro Tojo autoriza la creación del Shinpu, o Cuerpo Especial de Ataque, compuesto inicialmente por veinticuatro aeronaves repartidas en cuatro unidades, poéticamente bautizadas como Asahi (sol naciente), Yamazakura (cerezo de montaña), Yamato y Shikishima (nombres arcaicos de Japón). El 25 de octubre tiene lugar el primer ataque.

De poco servía un kamikaze contra un acorazado, pero, en cambio, el sistema resultaba muy eficaz contra transportes de tropas o portaaviones, tanto por su relativa fragilidad como por el gran número de bajas y daños materiales que se podía causar. Los portaaviones eran un objetivo especialmente interesante: cargaban grandes depósitos de combustible que el aviador podía incendiar, ya fuera con la bomba o con su propio impacto.

Los kamikazes solían dejar cada barco fuera de combate una temporada, sometido a largas reparaciones en el astillero. El mayor éxito de los kamikazes era psicológico ya que causaban terror entre la tripulación de los barcos.

Los pilotos se preparaban cuidadosamente para su final. En la ceremonia de despedida se ataban a la frente el hachimaki, una cinta con el dibujo del sol naciente, símbolo imperial. También se ceñían el seninbari, una faja a la que se le añadían mil puntadas rojas, bordadas por un millar de mujeres distintas. Solían completar su atuendo con una espada. A modo de amuleto, algunos llevaban muñecos rituales.

Negarse a la inmolación después de haber sido invitado a presentarse “voluntario” era impensable para un soldado. Probablemente acabaría muerto igual, y sobre su familia caería un espantoso deshonor. Se sentían obligados a comportarse como héroes por sus superiores, por sus compañeros, por su educación. Y muchos, tal vez, por sus propias convicciones. Pero a otros les costaba digerirlo, como demuestran algunos fragmentos de cartas y diarios privados.

El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito anuncia la rendición incondicional, y el vicealmirante Takijiro Onishi se abre un tajo en el vientre, siguiendo el rito suicida del seppuku y rehúsa recibir el golpe de gracia, con lo cual su agonía se prolonga hasta el día siguiente, durante dieciséis interminables horas. Motoharu Okamura, encargado de adiestrar a decenas de aviadores suicidas, se descerraja un tiro en la cara.

El vicealmirante Matome Ugaki, patriota hasta la médula y seguidor del código bushido de honor, a sus cincuenta y cinco años, decide no darse por enterado del final de la guerra. Reúne un último escuadrón de voluntarios, se despoja de sus insignias y se sube a un avión con el propósito de estrellarlo contra un buque enemigo. No lo logró y los restos mortales del último kamikaze fueron hallados por los marinos estadounidenses en una playa de la isla de Ishikawa.


 

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