viernes, 22 de enero de 2021

LA CARRERA DE CINTAS

 

En las verbenas de San Juan y San Pedro que se celebran hoy día, la constante es el ensordecedor ruido de los petardos – costumbre a lo que no he logrado encontrarle la gracia jamás – el ponerse “morado” a beber lo que sea y, un fin de fiesta en una discoteca, con más ruido aún, que dura hasta que el sol del día siguiente está ya casi en mitad del cielo.

Recuerdo sin embargo en cambio, como eran estas fiestas en los años cincuenta del pasado siglo, en la Gavia junto al arroyo Jevar, en la vega de Álora.

Las verbenas era forzoso celebrarlas por las tardes, pues a las nueve de la noche, toda mujer decente que se preciase de ello, había de estar recogida en su casa. Los preparativos eran por lo demás muy simples y económicos, ya que en el mundo rural, la capacidad de gasto de las familias era casi nula y todo se hacía “a lo pobre”, por eso además de las carreras de sacos, el jugar a la rueda, pasear por la carretera y otros entretenimientos tan descocados como los dichos, la diversión reina de la fiesta era la carrera de cintas.

Las reglas del juego eran sencillas; Los mozos de la localidad a caballo y con un punzón afilado, debían ensartar la argolla metálica en que terminaba una cinta bordada y enrollada en un carrete, que previamente habían sido colocados en un alambre tendido entre dos arboles, a la altura adecuada.

La técnica consistía en introducir al galope, el punzón por la argolla y hacer que la cinta se desplegase al viento como una bandera, ganando el concurso quien más cintas conseguía con este procedimiento.

Como es obvio, detrás de cada cinta había una bordadora – joven casadera de la localidad – que de forma reservada avisaba a su novio o pretendiente cual era la suya, al objeto de que este se dedicase con preferencia a conseguirla y en aquellos casos en que era otro quien lo lograba, el asunto podía terminar incluso en pelea por el trofeo.

Aquel año, Miguel – joven bien parecido por quien suspiraban todas las mozas del entorno - con su brioso potro alazán, se preludiaba como el vencedor y, en las pruebas previas de monta y doma, que los participantes hacían para encandilar con ellas al elemento femenino, demostró una perfecta sintonía con su caballo.

Para colmo de bienes, en el sorteo de participación - con las papeletas sacadas de un sombrero por una mano inocente - obtuvo el número uno, lo cual era tenido por augurio de buena suerte.

Nadie del público o de los participantes, reparó en Cristóbal, modesto y poco agraciado agricultor que concurría al concurso con el jaco usado por su padre para ayudarse en las tareas del campo. Al penco, ya con muchos años, no importaban demasiado las prisas y era de monótono y cansino trotar y mucho más hecho al arado y a acarrear cosas del huerto, que a la carrera.

La entrada de Miguel en la competición fue impetuosa. Su caballo levantó las patas delanteras y salió disparado por el olivar en donde se celebraba la carrera, entre una nube de polvo rojizo levantada por su trote, y en su primera pasada bajo el alambre, su jinete ensartó limpiamente una cinta.

Entre un claror de vivas y aplausos se la anudó al brazo luciéndola al viento, mientras en actitud arrogante caracoleaba con su caballo, aunque su gloria fue tan efímera como el canto de un cisne. El potro, nervioso por los gritos de la gente, se convirtió pronto en una máquina ingobernable que a punto estuvo de echar por tierra al jinete, por lo que Miguel – a partir de aquel momento - hubo de dedicar toda su pericia más que a coger cintas, a intentar mantenerse sobre su cabalgadura.

Mientras tanto Cristóbal, con su jamelgo de trote pausado y hecho a toda clase de gritos e improperios, pasada tras pasada fue obteniendo cada vez una cinta, por lo que al final de la carrera, se convirtió en el vencedor absoluto del concurso.

Los niños, con la boca abierta de admiración y llenos de churretes del polvo levantado por los cascos de los caballos en el olivar, soñábamos aquel día con ser al mismo tiempo Miguel, con su estampa y su fantástico caballo, y Cristóbal, con los brazos cubiertos bajo un manojo de cintas de todos los colores..

Ya desde entonces empezábamos a ver claro, que en la vida nunca se puede tener todo...

J. M. Hidalgo  (Historias de gente singular)

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario