Desde niño, se había dedicado a las faenas agrícolas, y como es normal en estas tareas, se acostaba cuando las gallinas, se levantaba a las cinco de la mañana, pasaba los días deslomado, mirando al cíelo por si llovía o ventaba, y acababa cada año más pobre que el anterior.
Tras una efímera estancia en la Guardia Civil, que tampoco satisfizo sus aspiraciones, un día, Pepe decidió romper su dinámica vital, en la que no barruntaba futuro alguno, y tras entramparse con banco y amigos, optó por poner un bar – actividad a la que nunca antes había estado vinculado - en la plaza de la Fuente de Arriba, de Álora mi pueblo, en donde se ubicaba entre otros edificios emblemáticos, el ayuntamiento del municipio.
El bar - que llamaba la atención por sus pequeñas dimensiones - estaba situado en una esquina de la plaza, y constaba de un pequeño mostrador y un salón, en donde, si se sentaban cinco personas, impedían el paso a la barra. Carecía - además - de cocina, por lo que las tapas – más frías que un muerto - eran siempre de lata o embutido.
Por todo ello, el establecimiento de nuestro héroe – y en mi tierra - reunía todos los requisitos necesarios para fracasar de la manera más estrepitosa, pero por algún misterioso designio del destino, el bar de “Tito Pepe” como se le conoció nada más abrir, siempre estaba lleno hasta los topes
.Pero, si sorprendente era este hecho, lo era muchísimo más, cuando se analizaba el servicio que allí recibía la clientela. Siempre he pensado, que los seres humanos - con escasas excepciones - tienen un altísimo componente masoquista en sus genes, y la dinámica de actuación del bar del Tito Pepe, acabó por convencerme de ello, de forma absoluta
Pepe, que había puesto el bar para escapar a la tiranía de la azada y el arado romano, y sus dotes como camarero dejaban mucho que desear, vio no obstante, como ese desconocimiento y lo desabrido y a veces hasta grosero de su trato hacia él publico, fue precisamente la causa de su éxito.
No había nadie, que no recalase en el singular establecimiento y recibiese – de paso – su ración, y no precisamente de tapas.-Tito Pepe, sírveme otra cerveza – pedía por cuarta vez un cliente, y el aludido en su habitual tono contestaba; -¿Cuándo vas a dejar de beber, te largas de una puñetera vez, y me dejas tranquilo...?.
-¿Tienes calamares calientes…? - preguntaba otro parroquiano que sabía de sobra que el bar no disponía de cocina. El tito Pepe, mirándolo con desprecio, en mal estilo contestaba-¿Calamares calientes?.... vete a tu casa si quieres comer caliente... ¿no te fastidia este...? -
¿Puedes ponernos un vermú...? Pedían las señoras que en grupo habían salido a pasear, Pepe, mientras servía de mala gana lo solicitado rezongaba -¿No es un poco tarde, para que andéis por la calle de pingoneo?... en vuestra casa fregando y cuidando de los niños y los maridos, es donde deberíais estar, y no de cachondeo por ahí...
Todas las fuerzas vivas de la localidad, pasaban por la barra del establecimiento de nuestro hombre y este, sin importarle su cargo, les trataba con su singular rasero.
- Tito Pepe, quiero presentarte al nuevo juez de instrucción del pueblo – decía el secretario del juzgado, entrando con la primera autoridad judicial de la localidad recién llegado. Pepe, sin inmutarse lo más mínimo contestaba - Si viene contigo, seguro que es tan sinvergüenza como tú.... y seguía tan tranquilo con lo que estuviese haciendo.
La clientela – y esta era la base de su éxito - deliberadamente buscaba la provocación del personaje, al objeto de hacer chanza con sus ocurrencias.
-Tito Pepe, ¿tú de pequeño cuidabas cerdos, verdad?... – le preguntaba uno de ellos - a lo que nuestro personaje aclaraba, mirando fijamente a su interlocutor, mientras limpiaba el mostrador...Y continúo.... y continúo... y sus palabras - lejos de enfadar a nadie - provocaban una carcajada general.
Un perote, poeta aficionado, escribió unos versos que se exponían en un cuadro colgado de unas de las paredes del local, y que la clientela del mismo, tarareaba con música del “Soldadito español”. Decía así;
En este establecimiento, de solera y tradición,
hay que seguir estas normas, “pa” no agarrar un tablón
pedir las tapas fiambres y no mentar la cocina,
aunque te mueras de hambre o te “jarten” de chacina,
y si te mandan al sitio, que aquí no puedo nombrar
aguántalo con paciencia, porque estás en el “luga”...
Un mal día, el tito Pepe se sintió indispuesto y en poco más de diez minutos, había dejado el mundo de los vivos, sin que de nada valiesen sus desplantes ante la de la guadaña, que seguramente - y como suele pasarle siempre – no estaba para bromas.
Con su muerte, se acabó la singladura del singular local, pero a los pocos meses de su deceso, un lagareño – apelativo con el que en mi tierra son conocidos los habitantes de las tierras de secano – pensó que si al tito Pepe le había ido tan bien, hora era ya, de hacer una nueva edición del establecimiento, y por supuesto en idéntica forma.
Buscó un local aparente, que aunque no en la plaza mayor - por no haber ninguno libre - estuviese céntrico, y tras reproducir lo más fielmente que supo y pudo el anterior, lo abrió al público, poniéndose él mismo, tras la barra.
Uno de sus primeros clientes fue un camionero - grande como un armario - del cercano pueblo de Pizarra, que había estado toda la mañana cargando su camión de limones redrojos, y todo él – de pies a cabeza - era un río de sudor.
Resoplando como un tren de mercancías, se acodó en la barra del recién estrenado bar, y pidió una cerveza bien fría. Sintiéndose invadido por el espíritu de Tito Pepe, el lagareño miró con cara de asco al cliente mientras le decía -¿Una cerveza... una cerveza?... una mierda, es lo que voy a ponerte...
Al camionero se le pusieron los ojos como platos, y mientras juraba en arameo, agarró por el cuello al desprevenido camarero, y sacándolo por encima del mostrador, le descargó una ensalada de tortazos y mamporros, con unas manos tan grandes como palas de remero.
Al día siguiente, el letrero de “cerrado por cambio de negocio”, estaba colgado en la puerta.
Mientras curaba sus hematomas y contusiones, el lagareño de nuestra historia, tuvo tiempo de comprender, que hacía falta ser algo más que descarado e insolente, para ser émulo del Tito Pepe.
J.M.Hidalgo// Historia de gente singular