sábado, 30 de abril de 2016

El luto


Hay historias para cuya lectura, es necesario - si se quieren comprender bien - tener determinados conocimientos, otras en las que se ha de estar, en un estado de ánimo concreto, también las hay, que precisan de claves, para poder descifrar sus contenidos con exactitud. De esta que ahora cuento, amigo lector, seguramente se harán más cabal idea, aquellos que tengan ya los sesenta años cumplidos.

Y digo esto, porque si no se tiene esa edad, quizás no se entienda de una manera exacta - al no haberlo vivido - la historia de nuestro celtibérico, singular y pintoresco luto.

El luto, en mi tierra andaluza, allá por los años cincuenta, era una auténtica institución cultural, moral y costumbrista. Nadie escapaba a él, con independencia de la clase social a la que perteneciera. Lo había riguroso, de alivio, de medio luto… y cada uno tenía su peculiar manera de llevarse e interpretarse.

Recuerdo que siendo niño, se suscitó entre un grupo de señoras, reunidas una tarde de invierno, en derredor del inevitable brasero de picón, la polémica sobre la duración y forma de cada uno de ellos. El más importante y duradero era el de los esposos e hijos - afirmaban categóricas - luego seguía el de los padres, después los hermanos y así hasta llegar a los primos segundos, los cuales aunque en menor medida, tenían también su apartado, duración y procedimiento.

El luto más severo - el riguroso - implicaba el que los dolientes - sobre todo si eran mujeres - anduviesen por la vida ataviadas como árabes integristas, y cada vez que salían a la calle, habían de cubrir todo su cuerpo con vestido, medias, zapatos y velo negros. Estaba, además, prohibido cantar, oír la radio, ir al cine, e incluso salir los domingos a pasear. En resumen, cuando moría un miembro de la familia, el resto de ella  se sumía en una especie de letargo invernal, que la apartaba del mundo, hasta que el plazo tasado por la costumbre - y que todo el mundo vigilaba - se cumplía.

Por si lo dicho fuera poco, los lutos no podían ser compartidos, es decir no se debía cumplir  - valga el decirlo de esta manera - con dos muertos a la vez, sino con uno después de otro.

Me explicaré, si en una casa tenían la desgracia, de que morían dos miembros de la unidad familiar de forma simultánea, se iniciaba el luto con uno de ellos, y cuando terminaba el tiempo prescrito, se comenzaba con el siguiente, aunque hubiese transcurrido mucho desde su muerte, con lo cual, en familias que tuviesen varias personas de edad avanzada, no acababan de cumplir con un difunto, cuando ya habían enlazado con otro, y así pasaban, media vida, vestidos de negro.

Aunque en líneas generales, el asunto era como acabo de contar, luego estaban - como siempre pasa - los radicales, que llevaban la norma a términos extremos, y que cuando en su casa estaban de luto, miraban con  mal ojo hasta al canario, si se le ocurría cantar en la jaula. A este último grupo pertenecía la familia de Evaristo Cascales.

Cuando sucedió la desgracia, se hallaba nuestro hombre prestando su servicio militar en la marina, destinado en la base de San Fernando, y tras enterarse, y comunicarlo a sus superiores, le fue concedido un permiso urgente, al objeto de asistir a los funerales. Su padre, de forma súbita, había fallecido de una enfermedad cardíaca.

Toda la familia, rigurosamente vestida de negro, esperaba a la puerta de la casa a Evaristo, y entre muestras de gran dolor le condujeron al recinto en donde se hallaba el cadáver. La vivienda tenía cerradas puertas y ventanas, y se habían colocado crespones negros, en todas las  habitaciones.

El duelo estuvo en consonancia con lo hasta ahora dicho, y el entierro resultó el colofón, del drama; lágrimas, escenas de histerismo y síncopes, fueron norma general durante todo su transcurso.

Acabado el sepelio, se reunieron todos en consejo familiar, y acordaron la implantación del luto. Sería, como era natural, riguroso para todos, fuesen hombres o mujeres, y a su preparación se dedicaron  los tres días siguientes.

Cuando Evaristo llegó a la puerta del cuartel, el centinela no daba crédito a lo que veía. Primero llamó al cabo de guardia, al poco a todos los miembros de esta, y por último al sargento responsable del servicio.

- Pero Cascales, ¿que le ha pasado a tu uniforme?
- indagó el suboficial atónito.
- Compréndalo, mi sargento, se ha muerto mi padre… argumentó convencido, nuestro hombre.

Al poco, toda la base, entre la hilaridad y el asombro, supo lo sucedido, el marinero Evaristo Cascales, había teñido - de un color negro azabache, y desde la gorra hasta los zapatos - todas las piezas del blanco uniforme de marinería, como muestra de dolor por la muerte de su progenitor.

Mientras era conducido al calabozo del cuartel, arrestado por dañar la imagen de la marina, nuestro hombre no llegaba a comprender, como el sargento, una de cuyas más tiernas frases, cuando le vio llegar, había sido “¡Mira que eres borrico...!”, podía mostrar tanta insensibilidad, ante una cosa tan seria para él - y  para toda su familia -  como era el luto.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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