domingo, 3 de abril de 2016

El chalán


Frasquito, alias “Coscorrón”- pese a ser payo - era capaz de vender a un gitano de raza, un penco de treinta años con dientes postizos, haciéndolo pasar por un pura sangre árabe de dos primaveras, y eso sucedía, porque Frasquito – comprando y vendiendo caballos - era un auténtico artista.

Pero como suele frecuentemente pasar, los genios, sean en la faceta en que lo sean, acostumbran tener un punto de locura, pues se dice que la genialidad y el desquiciamiento, conviven juntos en la misma casa, y sin tabiques de por medio, pero en el caso de nuestro hombre, más que convivir, tenían hasta hijos comunes.

Algunos en el pueblo opinaban, que la causa de sus desvaríos se debía al estado de las nubes y al tiempo atmosférico, para otros, lo motivó una caída que tuvo de pequeño, y los más - tras un profundo y filosófico razonamiento – sostenían que le faltaba un tornillo, y que estaba más loco que una chota.

Aunque cada uno estaba seguro de tener la razón, aquella mañana de agosto, nuestro héroe debió levantarse con el pie equivocado, y protagonizó un día de los que ayudaban a incrementar su leyenda. Fue al llegar al bar, y pedir un café con leche y churros, como era su costumbre, cuando, por un no sé que de una mirada “atravesada”- que según luego dijo - le había dirigido el camarero, la emprendió a mamporrazos con este, no sin antes arrojarle a la cara el café con leche y el plato de churros.
   
Todo sucedió, ante la atónita mirada de los demás parroquianos, que – conocedores de nuestro personaje y sus prontos – comenzaron a hacer mutis por la puerta, dejando al pobre dependiente, más solo que la una. De forma que, cuando finalmente aparecieron las fuerzas del orden, integradas por el sheriff – título con que era conocido en mi pueblo el jefe de los municipales – y dos jóvenes agentes recientemente contratados, se encontraba ya a punto de romper una silla sobre los lomos del desvalido mozo, que inútilmente demandaba auxilio a voz en grito, ante un establecimiento en que ya nadie quedaba.

Fue necesario el concurso de los tres guardias – más el de algún espontáneo que al arrimo de los uniformes decidió  intervenir – para, en primer lugar quitar a Francisco los trebejos ofensivos, y luego reducirlo – tras dos camisas rotas, y más de una docena de guantazos - con las esposas de uno de los agentes.

Cuando nuestro personaje estuvo atado como el Cristo de la columna, se planteó – como ya se había hecho otras veces - su traslado al frenopático provincial, en donde solían resolverse en aquella época – años sesenta del pasado siglo - las crisis de este calado, a base de duchas frías, descargas eléctricas, jarabe de palo, y otros procedimientos tan científicos como los descritos.

Para tal cometido, se contrató al único taxista del municipio que accedió a realizarlo, pues los demás se excusaron, alegando haber sufrido daños varios en sus vehículos, en ocasiones anteriores, a resultas del carácter agresivo de nuestro personaje. Una vez conseguido el transporte, y para una mayor seguridad, se decidió que la custodia,  fuese ejercida por los dos nuevos agentes del orden del municipio.

El viaje fue bien, y a los pocos minutos, Frasquito se había granjeado la confianza de los guindillas, que, al objeto de que pudiese fumar, (en aquella época no era aún delito hacerlo) le quitaron las esposas, yendo todos en amigable conciliábulo, hasta llegar a la capital.

Y fue aquí donde nuestro héroe, dejó notoria evidencia de sus dotes de chalán de cuento largo.

Como el único veterano en visitar el manicomio era él mismo, y por ello conocía de memoria su funcionamiento, pretextando una necesidad fisiológica urgente, dejó a los guripas en el vestíbulo general, y se dirigió a un médico del centro al que aún no conocía.

“Mire usted doctor
– dijo en un tono que denotaba seguridad y confianza – vengo comisionado por el alcalde de Álora para custodiar hasta este establecimiento a dos locos peligrosos…- y haciendo una pausa, mientras bajaba la voz en tono de confidencialidad, continuó - Están en el vestíbulo... Su manía es que se creen guardias, y nos hemos visto forzados a vestirles de uniforme, para poderlos traer engañados hasta aquí... son aquellos dos” - dijo mientras mostraba desde lejos a los confiados maderos – “Vayan con mucho cuidado – concluyó – porque suelen reaccionar de forma muy violenta”.

“Descuide señor
– le contestó el galeno, una vez creída a pies juntillas la historia - tenemos mucha experiencia en casos de esta naturaleza, deje el asunto absolutamente en nuestras manos...” y a una señal del médico, cuatro forzudos enfermeros – tan grandes como armarios roperos - cogieron casi en volandas a los desprevenidos agentes, y antes de que estos se dieran cuenta de lo que estaba pasando, se encontraron bajo llave, y con una camisa de fuerza puesta, no valiendo de nada sus protestas, de que allí se estaba cometiendo un grave error.

Nuestro hombre, sombrero ladeado y cigarrillo a lo Bogart, salió del manicomio, y ordenó al sorprendido taxista - sin que este osase contradecirle – que lo llevase a la plaza de toros, a cuya puerta le tuvo esperando, mientras veía la corrida de aquella tarde - entrada costeada por el propio taxista - para regresar por último, al pueblo con él.

Cuando se despidió del atemorizado conductor le dijo.-“Ahora vas al ayuntamiento, a que te paguen el viaje, y de paso, le dices de mi parte al “sheriff”, que él y yo, ya nos veremos las caras”.
   
Durante los siguientes ocho días, y pese a estar en pleno verano, el jefe de los municipales, permaneció sin  salir de casa, aquejado de un fuerte enfriamiento.
   
De su dolencia no se curó, hasta dar comienzo la feria de ganado del vecino pueblo de Carratraca, a la que Frasquito marchó para seguir - tranquilamente - con  sus “chalanerias” y tratos.

A historia conclusa, un buen amigo me relató la última ocurrencia de nuestro héroe, que me resisto a dejar de contar.

Si vas al cementerio de Álora – amigo lector – verás que en su tumba, y por expreso deseo suyo, figura la leyenda “Frasquito Coscorrón” y una foto en donde puede vérsele con su inseparable cigarrillo a lo Bogart…

Fue singular hasta el final.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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