sábado, 9 de abril de 2016

El enfado


Juan y Abel eran amigos de toda la vida. Desde su infancia habían compartido banco en el colegio, jugado sobre la cálida paja de la era en la niñez, bañado en el río los veranos de su adolescencia, y cortejado durante su juventud, casi a las mismas jóvenes.

Nada, había roto jamás la profunda amistad que les hermanaba, antes al contrario, las experiencias vividas juntos, acrecentaron más si cabe, el sentimiento que desde pequeños les mantenía unidos. Ya adultos, sus heredades se tocaban en casi toda su extensión y nunca, contra lo que era la norma de la comarca, había habido un si ni un no en cuestión de lindes ni animales. Pero, a pesar de todo, un día pasó.
   
“Careta” una mula joven propiedad de Abel, se escapó y se introdujo en un maizal - en tierras de Juan - en donde tras comerse los tallos de casi todas las plantas, acabó por revolcarse sobre ellas, dejando el sembrado convertido en un campo liso. Allí la encontró, el dueño del maíz, tendida cual larga era, y al borde del infarto por lo sucedido, la cogió del ronzal, encaminándose con ella hacía la casa de su amigo.

Durante el trayecto, había contado ya hasta mil, se había intentado hacer a la idea de que la cosa no era importante, pero la realidad es que estaba a punto de estallar.

Abel no se encontraba, tampoco, en su mejor, momento, acababa de discutir con su mujer por una cuestión doméstica, y  le habían notificado, la denegación de un crédito agrícola, con el que contaba.

-¡Pues si que traes tu buenas nuevas!, dijo a su amigo cuando este acabó de relatarle el desaguisado hecho en los campos por “Careta -¡He de reconocer que posees el don de la inoportunidad!- agregó en todo áspero. En un momento, se esfumaron los propósitos de olvido del recién llegado, que acordándose del desastre de su sembrado, añadió lapidario -“Ya veo que el dueño, es igualito que la mula. “

A partir de ahí, el diálogo se convirtió en un cruce de insultos sin sentido, y media hora más tarde cuando se separaron, nadie había en el mundo más abominable para el otro, que el vecino de al lado y antiguo amigo.

De nada valieron las llamadas a la concordia, que sus esposas les hicieron, de nada el recordarles la amistad que siempre les unió, de nada en suma ningún argumento que se usó para aproximarles. Ese - decía cada uno del otro - está ya para mí, muerto y enterrado.

Desde aquel día, aunque habían de verse forzosamente en sus campos, la más absoluta indiferencia presidía sus encuentros, en los que procuraban evitar, incluso que sus miradas se encontrasen. Pero meses más tarde algo cambió.

Estaban ambos trabajando a escasos metros de la linde que separaba las propiedades, cuando se acercó a ellos, un hijo de Abel, de cinco años, con la intención de hablar con su progenitor. Niño - se dirigió a él Juan -  pregúntale  a tu padre si tiene tabaco.

-Dice que si - respondió el niño tras haber indagado este extremo.

-Oye, dile si le apetece echar un cigarro
- volvió a inquirir.

-Que si que quiere - tornó a mediar el niño, una vez informado.

A partir de aquí, la extraña conversación continuó fluida. En primer lugar, fue el tabaco, luego mientras fumaban se habló de la cosecha, más tarde del tiempo, de las próximas obras a hacer…. y así siguieron más de media hora, si bien que cada palabra había de ser preguntada y repetida de nuevo por el niño, que en un absurdo juego de ping - pong dialéctico, mediaba sentado entre las los heredades, como fantástico traductor de un idioma por todos conocido.

Desde ese día, y con el mismo procedimiento, el diálogo se restableció entre los antiguos amigos, si bien que ellos no admitían hablarse con su vecino. Así continuaron hasta que una mañana de invierno, el pequeño enfermó de una dolencia infantil que le tuvo, entre unas cosas y otras, más de un mes en la cama.

Abel y Juan, se miraban en la distancia, pero no se dirigían la palabra. Hasta una mañana, en que estando sentados ambos, espalda contra espalda, sobre el tronco de un árbol plantado en la misma línea divisoria de las fincas, fue Abel el primero en hablar, y otra vez con el tabaco como excusa:

-Me apetece fumar un cigarro y he dejado el paquete en casa. No sé a quien le podría pedir tabaco por aquí.... dijo como si hablase consigo mismo.

Tras un silencio, se oyó decir a Juan. -Voy a liar un cigarro, y mira que me molesta fumar solo, pero, en fin… tendré que hacerlo.

Desde aquel instante, comenzó un diálogo al aire, más extraño aún si cabe, que cuando se hablaban con el niño delante, en el que cada uno decía en alta voz lo que opinaba, y el otro respondía, como si para él mismo hablase, pero contestado lo preguntado.

A los quince minutos de aquella, por demás, delirante conversación, los dos hombres estaban hablando - aún espalda contra espalda - de sus cosas, y una hora más tarde - ya de frente - todo el pleito estaba olvidado.

Un fraternal abrazo selló el final de la absurda disputa, y desde aquel día, todo volvió a ser como siempre fue.

Cuando me contaron la historia, llegué a una conclusión tan solo oírla, y es que - para mí - Juan y Abel, en ningún momento, habían dejado de ser los mejores amigos del mundo.
              
J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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