lunes, 11 de julio de 2016

El dulcero

 

Tengo un viejo amigo al que la fortuna – ayudada por él - siempre le ha sonreído, hasta el punto de que a la edad del retiro goza de una posición económica más que desahogada, que le permite darse cuantos caprichos quiere.

Como viene de muy humildes orígenes, mi amigo casi siempre me cuenta la misma historia, y que es que cuando era niño, suspiraba por hacer cosas para las que nunca tenía dinero, luego en la edad adulta el mucho trabajo le impidió hacerlas y ahora que puede ya no tiene ganas...

Salvando todas las distancias imaginables, algo así me sucedió con Joseito “el dulcero” y sus dulces. Nuestro hombre, allá por años cincuenta, estaba de la mañana a la noche recorriendo las calles de Álora y alrededores, con una enorme cesta de mimbre cubierta por un inmaculado paño blanco, que sostenía por el asa.

Cuando se acercaba a los parroquianos que él consideraba posibles clientes, levantaba el paño para que estos pudiesen mirar la cesta, repleta a rebosar de pasteles grandes como la palma de la mano que, en años en los que no sobraba de nada y faltaba de todo, quitaban el sentido con su sola visión.

Mientras exhibía la golosa mercancía, nuestro hombre observaba a su futuro cliente y según su parecer, le indicaba lo que podría satisfacer mejor sus gustos.

En la época en que le conocí el precio de los pasteles era unitario, pues todos costaban igual, aunque este oscilaba según temporadas y en las feria o en la Semana Santa se solía duplicar e incluso triplicar.

Mis progenitores no eran muy dados a que catase tales manjares, porque “se me quitaba el hambre”, cosa que con los años comprendí, pues yo comía como un pajarito.

No obstante, un día y sin venir a cuento, al pasar junto a Joseito mi padre llamó su atención mientras me decía: “Anda niño, coge el pastel que quieras…”

Nuestro hombre se acercó solícito y como un mago de feria quitó el paño blanco que cubría su canasto, dejando ante mi vista todas las maravillas que este contenía en forma de dulces de todas clases.

Los había de hojaldre, de mazapán, de yema, de nata… mis ojos se quedaron absortos contemplando aquel panorama de ensueño, analizando cual sería el mejor de todos, pues el permiso paterno era para coger uno solo.

No sé cuanto tiempo me extasié en la contemplación, pero la voz de Joseito me sacó de súbito de mi ensimismamiento: ¡“Niño, coge un dulce ya, que es pa hoy…!

Atolondrado por el mandato, me decidí por el más grande y no por el de yema, que aunque sabía que era delicioso, tenía la mitad de tamaño que el elegido.

Como en la vida siempre pasa, me defraudó la elección, ya que si bien era  grande, carecía de la exquisitez de otros y quejándome para mis adentros de la decisión, marché cogido de la mano paterna mientras, pensado que la próxima vez sería más riguroso, aunque nunca más tuve – como entonces - otra ocasión de que Joseito desplegase ante mi todas las delicias de su comercio.

Hace tiempo que, sin motivo alguno, aborrecí los dulces, pese a lo cual no he podido jamás olvidar, como si del día de los Reyes Magos se tratase, el canasto de mimbre de Joseito con su dulce mercancía a mi alcance.

Por otra parte, cuando lo pienso, me doy cuenta que esa escena es de todo punto imposible para los niños de hoy, ya que seguramente de hacerlo, nuestro hombre infringiría al menos media docena de normas sanitarias sobre tratamiento, manipulación y venta de alimentos..

No puedo llegar a entender como, sin esas normas, hemos podido llegar nosotros vivos a la edad que ahora tenemos…

J.M. Hidalgo (Recuerdos de infancia)

No hay comentarios:

Publicar un comentario