viernes, 8 de julio de 2016

Las sopas perotas



Pese a su nombre, tienen aspecto de cualquier cosa, menos de sopa. Siempre asociamos la sopa, a algo de naturaleza líquida y humeante, que fundamentalmente nos apetece durante los fríos días de invierno.

Nada que ver con lo que hoy aquí describimos, pues nuestro guiso, está constituido por una fuente de pan de pueblo migado, y regado – luego de ser condimentado - con abundante aceite de oliva hirviendo.
   
Es una comida típica de mi tierra del sur, que digo típica, es el plato nacional de Álora, en la provincia de Málaga, y el nombre de “perotas” le viene de la denominación que - vete a saber por que causa – reciben en la comarca, desde tiempo inmemorial, los habitantes del lugar donde nací.
   
Tanto y tanto es de allí, que fuera de su término municipal, su sabor no es lo mismo. Quizás sea el agua, tal vez el pan, puede que el aire o el ambiente que propicia el denominado Valle del Sol, en donde radica el pueblo. La cosa es que ha habido gentes, que las han guisado fuera de su marco natural, llevándose para ello los condimentos originarios, y nunca han acaban sabiendo lo mismo.

La primera vez que - sin ser de la tierra - te sitúas ante un plato de este guiso, tu inmediata tentación es la de declinar la invitación a comerlas, debido a su aspecto apelmazado y aceitoso. Recuerdo la anécdota de una amiga, casada con uno de la localidad – y hoy adicta total al plato - que a poco de visitar su nueva familia, fue invitada a comer las famosas sopas, y la buena mujer, pensó para sus adentros - según confesó más tarde - mientras se disponía a comerlas “¡Hay que ver, las cosas que una se ve forzada a hacer, por culpa de haberse casado...!”   
   
Parece que el origen de esta comida, arranca siglos atrás, época en que los jornaleros, trabajaban el campo por poco más que el sustento - tal era la necesidad  – y que el dueño de la finca en donde lo hacían, pactaba – a la vez que un magro salario - la obligación, de proporcionarles lo necesario para la comida del día, consistente en el plato único de las “sopas secas”, nombre con el que también es conocida la referida pitanza.
   
Para ello, a media mañana, uno de los jornaleros, quedaba rebajado del trabajo, y se encargaba de prepararlas. En primer lugar había que migar, el pan de la tierra, a pellizcos, ni grandes ni pequeños. De ahí - y por razones obvias - la importancia que para la cuadrilla de trabajadores tenía, el elegir para tal cometido, al que, además de tener algunos conocimientos culinarios, fuese aseado respecto a su persona.

Luego, la dueña de la casa, facilitaba los condimentos; pan, sal, pimientos, tomates, cebollas fritas, y sobre todo, y lo más importante, el aceite, que había de ser de oliva, puro y sin refinar, según se extraía de la almazara, y que una vez hirviendo, tenía que empapar hasta un punto óptimo – ni muy seco, ni demasiado aceitoso - toda la fuente, y darle y olor y el sabor característico.

Todo ello se hacía en un recipiente de barro, a la vez lugar donde se guisaba, y plato en el que se comía, ya que los jornaleros, venían de sus casas, provistos únicamente de una cuchara, con la que, en orden, y rodeando a la fuente – muchas veces de pie - iban extrayendo de ella, cucharada a cucharada el condumio, acompañándolas en su ingesta – según la época del año - con todo lo que imaginarse pueda, desde naranjas, hasta aceitunas, pasando por pepinos, uvas, tomates y cualquier tipo de fruto, porque a las “sopas secas” – al decir general, y eso es cierto - le va bien todo.
   
Eran también conocidas, como las “sopas del paso atrás”, porque los comensales, situados en derredor de la fuente - colocada sobre una mesa, e incluso sobre una piedra - adelantaban un paso cada vez que tomaban su cucharada, para volver de nuevo a la posición inicial, repitiéndose la operación hasta acabar la comida.

En algunos casos, los propietarios intentaban, escatimar parte de estos ingredientes, al objeto de que la manutención pactada, les resultase aún más barata. El caso de Paquita fue uno de estos.

Beatona, más de apariencia que de auténtica devoción, era tacaña hasta la saciedad, y cuando tenía trabajadores en su casa, procuraba cicatear, los condimentos necesarios para la vianda, de forma que ya era proverbial entre estos, su forma de proceder. Un día, estaba ayudando en su labor, al jornalero encargado de la preparación del yantar, regateando cuanto podía en cada cosa, y sobre todo en el aceite, que era el más caro de los condimentos, y mientras esto hacía, invocaba constantemente a los santos, en demanda de ayuda divina para su labor.
   
-¡Ay, Virgen de Flores, ayúdame para que salgan bien estas sopas!, ¡Ay, Nazareno de las Torres, socórreme y dame buena mano!, ¡Ay, Nuestra Señora de los Dolores, guíame para que sean las mejores sopas que haya hecho nunca!
. Y entre súplica y súplica, escanciaba pequeñísimas cantidades de aceite, a todas luces insuficientes, para la comida que allí había.

El jornalero, cansado ya de tanta jerigonza, plegaria e invocación, y viendo que por aquel camino no llegaría a buen fin la pitanza, con voz rotunda le dijo: - ¡Señora, deje usted ya de llamar a más santos, que aquí para bien poco se precisan, y eche de una puñetera vez, más aceite, y verá como salen buenas, sin necesidad de tanta cantinela!.

Si algún día amigo lector, vas a Álora, en el Valle del Sol, no olvides pedir como plato único – porque quedarás tan lleno que no podrás comer otra cosa – unas buenas “sopas perotas”.

Eso sí, antes de hacerlo, procura cerciorarte, de que no están hechas con el mismo método, que las hacía la buena de Paquita.

J.M. Hidalgo (Gente Singular)

1 comentario:

  1. Gracias por el bonito relato donde tan bien explicas el origen y preparación del plato típico perote que tuve ocasión de probar en tu querido pueblo.

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