miércoles, 27 de julio de 2016

Día de los inocentes


Una de las fiestas que celebraba de pequeño por Navidad y de la que guardo un recuerdo más nostálgico, era la del veintiocho de diciembre día de los inocentes que - en la forma en que entonces se hacía - era de una candidez y candorosidad extraordinarias.

Hoy en día se ha perdido la costumbre de las inocentadas ingenuas y las que en la actualidad se hacen, son casi constitutivas de auténticos delitos del código penal, de forma que el que las sufre en lugar de reírse del asunto, lo que en realidad siente - en ocasiones – son deseos de dirigirse al juzgado de guardia, para plantear una denuncia por la barrabasada sufrida, cuando no la de asesinar directamente al “bromista”.

No hace muchos años, un conocido fue objeto de una de tales “inocentadas” modernas y  la broma estuvo a punto de costarle la vida.

Con la excusa del día, a sus amigos no se le ocurrió otra cosa para divertirse a su costa, que pagar a un grupo de individuos de mala catadura, al objeto de que simulasen que se habían instalado como “ocupas” en su piso, de forma que, cuando nuestro hombre llegó a su casa después de un fin de semana fuera, se encontró con que no podía entrar pues le habían cambiado la cerradura y en la puerta – pintado en color rojo – podía leerse “casa okupada”.

Cuando al final - tras mucho suplicar - le dejaron acceder, vio aterrado como diez o doce sujetos y “sujetas”, andaban saqueando la nevera, bebiendo su güisqui y otros licores, probándose su ropa y haciendo sexo en comunidad sobre la cama.

Nuestro hombre - de temperamento apocado - al ver tanto despropósito junto, sufrió una crisis de ansiedad que devino luego en ataque cardíaco y motivó el haberlo de llevar más que deprisa - por los fingidos ocupas - a un centro sanitario, en donde mientras le aclaraban que todo era una broma, el galeno de guardia les aseguró que de haber tardado un poco más, nuestro héroe hubiese ingresado aquel mismo día en la cofradía de los inocentes, como un santo más.

Y si de esta forma son las inocentadas de los “amigos”, ¿Que decir de las que en estos tiempos nos hacen los medios de comunicación, que más que risa dan pena ...?

A veces son tan sutiles o estamos ya tan acostumbrados a los diarios horrores, que cuando las dicen o escriben solo suenan a un algo más de cada día, y en muchas ocasiones tienen que aclararnos más tarde qué inocentada fue, ya que mucha gente no se había ni tan siquiera apercibido de ella.

De lo que hoy quiero hablarte si embargo – querido lector – es de las inocentadas de mi infancia, en una época en que la inocencia y el candor, como antes dije, eran la norma en ellas.

Días antes de la fecha del día señalado, nos pasábamos tardes enteras recortando muñecos de papel, que luego con un alfiler e hilo, prendíamos de todo aquel que se ponía a nuestro alcance, de manera que los desprevenidos ciudadanos marchaban por la ciudad - a veces durante horas - con su muñeco enganchado a la espalda y eran las risas de los demás viandantes al verlo, las que  le alertaban de que algo anormal sucedía.

Recuerdo que en una ocasión, colgamos uno en la chaqueta del conductor de un coche de caballos fúnebre y, como el personaje iba vestido totalmente de negro con levita y sombrero de copa, el muñeco se veía a las cien leguas sin que al pobre hombre pudiese comprender a que se debía el choteo general de la gente que seguía al carruaje acompañando al difunto.

Una de las - para nosotros - más divertidas era la de la moneda. Había en la época una pieza de cincuenta céntimos, conocida vulgarmente como la de “dos reales”, que estaban horadadas en el centro, por lo que por su forma se prestaba muy bien a la broma ideada por la pandilla.

Elegíamos primero una calle bien concurrida, en un lugar próximo a una esquina donde pudiésemos escondernos y luego, sirviéndonos de un clavo de las máximas dimensiones que permitía el agujero de la calderilla, la clavábamos entre los adoquines, para lo cual todos rodeábamos al que lo hacía al objeto de no ser visto y luego de fijada la moneda sobre el suelo, nos situábamos a esperar...

Los tiempos eran de mucha miseria y dos reales daban casi para comprar un pan, por lo que tardaba solo unos segundos en caer el primer pardillo que al ver sobre la acera la reluciente pieza, con disimulo se agachaba a cogerla.

Pese a que se empeñaba con todas sus fuerzas, vanos resultaban sus intentos, ya que el clavo era a prueba de uñas y uno tras otro iban desfilando los paseantes, mientras aguantaban el chaparrón de “¡inocente, inocente!...” que nosotros coreábamos a cada fallido intento.

Pero como a veces sucede, un día ocurrió lo imprevisible. El “inocente” se agachó y naturalmente como siempre, no pudo extraer de entre las baldosas la incrustada pieza, pero lejos de desistir, sacó de una maleta que llevaba, unas tenazas de las usadas para herrar borricos - actividad a la que se dedicaba - y ante nuestro desconsuelo, con la habilidad de un cirujano en menos de lo que se dice, nos dejó sin clavo y sin moneda, siendo inútiles cuantos intentos hicimos para procurar disuadirle entonando a pleno pulmón, la consabida cantinela.

Aquel día la pandilla de bromistas hubimos de buscar otra forma de seguir con nuestro inocente pasatiempo, con la sensación mientras lo hacíamos de que en aquélla ocasión, los inocentes habíamos sido nosotros.


J.M. Hidalgo

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