lunes, 18 de julio de 2016

Locos

 


La vida me ha enseñado que, con frecuencia, la línea entre la lucidez y la locura es tan fina, que a veces ni se advierte…

He conocido locos furiosos, ingeniosos, depresivos, peligrosos, y un largo etcétera de otras clases, la mayor parte de ellos, durante mis muchos años de estancia en el Aeropuerto de Barcelona. Era tanta su afluencia a aquel lugar, que un día, conversando con un psiquiatra amigo, le planteé el porqué de este fenómeno, y aprendí de sus palabras, mucho sobre la dolencia.

Según me dijo, los locos, en su delirio buscan huir de si mismos. En el pasado, se concentraban en las estaciones de ferrocarril, pensando que en el tren, de alguna forma lo conseguirían.

Con el invento del avión, hallaron en el nuevo medio de transporte, algo aún más excitante, ya que, la huida se hacía – además – volando, y esto colmaba sus más surrealistas fantasías, aunque olvidaban -como solemos hacer también los que pasamos por cuerdos - que el problema nos acompaña allá donde vamos, porque casi siempre, el obstáculo somos nosotros mismos.

Además de estas explicaciones, mi observación personal me llevó a comprobar, que también el tiempo, y las fases de la luna, influían en la aparición por el Aeropuerto, de personas con este mal, que intentaban por todos los medios, tomar un avión con un propósito más o menos definido. Recuerdo especialmente la historia de dos de ellos….
            
Era alta y delgada, aparentaba tener unos sesenta años, y vestía siempre trajes de colores chillones, que difícilmente pasaban inadvertidos, cubriendo su cabeza con una pamela, y su cara con un velo de gasa, que impedía ver claramente sus facciones.
  
Quisiera hablar con su jefe, para un asunto de suma importancia…decía a media voz, al primer agente uniformado que encontraba. Como su aspecto era casi normal, y su lenguaje pausado, en un porcentaje muy elevado de casos, conseguía introducirse en el despacho de algún responsable (sentía predilección por la policía) y una vez acomodada, iniciaba su exposición.
   
Soy la princesa Clara Excelsa de Sajonia - comenzaba diciendo - y vengo a demandar de usted, en nombre de los derechos sucesorios que poseo, que ponga a mi disposición dos agentes uniformados, para desplazarse conmigo a la Sociedad de Naciones de Ginebra, en donde he de hacerme cargo de la herencia de mis padres, y de la que usted - naturalmente - tendrá parte a mi regreso.
   
Como la parrafada la soltaba toda seguida, y mientras lo hacía se tapaba parcialmente la boca con una mano - lo que dificultaba aún más su comprensión - cuando el funcionario se percataba, del estado de chaladura de su interlocutora, ya había transcurrido un buen rato, y la complicación estribaba ahora en hacerla marchar, pues solía negarse a hacerlo de buen grado.

Como cada vez, aceptaba las negativas en peor forma, un día, en que estuvo especialmente molesta, o su interlocutor no fue demasiado paciente, vinieron a hacerse cargo de ella, dos forzudos loqueros, a bordo de una ambulancia.

Mientras la conducían al frenopático, uno de ellos - más amante de la diplomacia que de la fuerza bruta - le dijo mostrándole las luces lanza-destellos, y la sirena del vehículo .- No se preocupe Alteza, que con este coche que llevamos, seguro que hoy nos darán su herencia sin dificultad .- Y la pobre pirada, se subió en él tan contenta.
   
El caso de Tello, fue bien distinto. Decía haber nacido en Porriño o en Villagarcia - eso iba según el día - y su obsesión era marchar en un vuelo, con destino a las islas del sur. Nunca concretó a que isla se refería, y para él cualquier avión, de cualquier compañía, y con cualquier destino, se dirigía siempre hacia el sur.

Vivía prácticamente en el Aeropuerto, durmiendo sobre un banco, y comiendo con lo que obtenía de la caridad pública. Vestía casi siempre la misma indumentaria, con una inconfundible gorra roja - tipo americano - que levantaba sobre su frente, siempre que iba a decir algo, que él juzgaba fundamental.

Aquel viernes, Tello había causado más molestias que de ordinario. Eran tan solo las doce de la mañana, y ya había sido descubierto, intentando mezclarse con el pasaje de dos autobuses, camino de un aeroplano, y como remate - nadie se explicaba como - lo encontraron sentado en la primera clase de un avión, que poco después partía, con destino a Nueva York.

Sin ofrecer resistencia, fue conducido hasta la Comisaría, de donde se llamó al Juzgado, para solicitar una orden judicial de internamiento, en un centro de salud. Doña Mercedes, la juez de guardia, al objeto de calibrar personalmente, la demanda sobre la que había de pronunciarse, compareció minutos después, acompañada de forense, fiscal, y secretario judicial, con la intención de interrogar a Tello.

Nuestro hombre se hallaba sentado tranquilamente, conversando con el agente que lo custodiaba, sobre sus añoradas islas, y la magistrada, tomando la iniciativa, le dijo. -Buenos días, buen hombre, soy la juez de guardia, ¿podría decirme, cuando sale ese avión que espera, para las islas del sur?
   
Tello, se levantó la gorra sobre la frente, y arrellanándose en su sillón contestó. ¡Conque la juez de guardia eh!, pues mira - le dijo como si la conociese de toda la vida - creo que saldrá pronto, pero tú no te preocupes, porque antes de irme, no te escapas sin que yo te eche un buen polvo... El examen de su señoría - tras hacer algún aspaviento por la respuesta - se acabó aquí.
   
A menudo, he recordado la forma de actuar de los locos, y en más de una ocasión  - tal vez porque todos tenemos algo de eso - me hubiese gustado rebasar la imaginaria línea, para poder comportarme – en alguna circunstancia - como ellos.
               
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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