sábado, 23 de julio de 2016

Los enamorados

 

Inés y Fabián se conocieron en una romería del mes de septiembre, cuando ella tenía quince años, y el veintiuno. Montaba el galán una yegua negra azabache, y al verlo Inés caracolear a su lomo por entre los olivos, pensó que ni el mismo San Jorge le aventajaba en belleza.
   
Vestía ella un traje negro de faralaes, con olor a nuevo, plagado de lunares rojos, grandes como limones. Fabián, mirándola absorto desde su montura, creyó que la misma virgen había descendido de su trono para confundirse un rato entre los romeros. Fue, sin duda, un caso de amor a primera vista, en aquella soleada y cálida mañana del sur.

El resto del día lo pasaron los dos buscándose a distancia entre la gente, y al caer la tarde - en que por fin se hablaron - se preguntaban, como era posible haber vivido hasta entonces sin conocerse, ya que ahora, la vida de uno sin el otro, parecía no tener ningún sentido. A la mañana siguiente, durante el desayuno Inés contó a sus padres - con las mejillas arreboladas por la emoción - lo ocurrido el día anterior, y sobretodo el encuentro con quien para ella era ya, el más fantástico ser del universo. Martín, su progenitor, oyó la historia en silencio y cuando la  hubo concluido, preguntó:

-¿Y dices que vive en Lomas Altas,  y que su padre se llama Germán?
-Así es, padre - contestó Inés que interpretó este interés como algo positivo.

-¡Ese es Fabianito “Panza fría”! - vociferó el padre, mientras daba un golpe sobre la mesa que hizo derramar las tazas del café - ¡Antes que casada con él te meto monja!, Agregó - disponiendo de la vida de su hija, tal y como solían hacer casi todos los padres de mediados de siglo.

Luego salió de la estancia dando un portazo mientras gritaba. - ¡No faltaba más que eso, emparentar con los “Panza fría”, tener un“ Panza fría” en mi familia! y hacía especial énfasis en la pronunciación del apodo de su enemigo - con quien tuvo pleitos en su juventud - como algo abominable, olvidando seguramente, que toda su familia, era conocida desde siempre en la comarca, como los “Boca grande”.

Inés tras llorar a lágrima viva lo imposible de un amor, muerto apenas nacido, se vio a escondidas con su enamorado al que le contó lo sucedido. Él, en principio, le propuso la solución al uso en tales casos, que no era otra que, escapar solos al monte y presentar - a hechos consumados - su amor ante todos. Ella rechazó tamaño desatino, y le hizo saber, que aunque la vida sin él no era vida, jamás haría nada sin antes pasar  - como estaba mandado - por la  bendición del cura del pueblo.
   
Descartado el plan del camino más corto, estudiaron una forma de poder hablarse, cosa esta también harto difícil, ya que la vida de Inés se desarrollaba, en un radio de no más de trescientos metros de la casa de campo en que habitaba. Pero el ingenio de Fabián no conocía límites.

Tenía ella, entre sus tareas, la de apacentar un pequeño rebaño de cabras. Desde aquel día lo hizo en una loma, en donde había varias cestas de mimbre, usadas para guardar las mazorcas del maíz en tiempos de cosecha. Cada tarde Fabián se introducía, sin ser visto, en unas de ellas, e Inés se sentaba al lado y - a salvo de miradas - se juraban promesas de amor eterno por entre los mimbres.

Pero el sistema tenía un inconveniente, y era el que las cabras siempre habían de permanecer en el mismo sitio, por lo que pocos días después, no quedando en el suelo ni el más leve rastro de hierba, ni en los arbustos hojas para ramonear, hubieron de cambiar de lugar y de estrategia. La  idea volvió otra vez a surgir del galán.

Hacer la colada en el río próximo, no era labor que enloqueciese a Inés, y por eso a todos en su casa, sorprendió el hecho que de improviso, mostrase tan decidida vocación de lavandera. Desde aquel día, estaba siempre acompañada de otra mujer con indumentaria gitana que - cubierta su cabeza con un pañolón de colores chillones - realizaba la  misma labor. Una mañana el padre de Inés, se acercó hasta ellas con la intención de saludarlas.

-¡Muy buenos días!, gritó desde lejos. Una especie de gruñido a modo de saludo  salió de boca de la gitana, que sin volverse, continuó con lo que hacía. ¡Buenos días, señora!, repitió Martín mientras se acercaba, ¿cómo va el trabajo?
   
Evitando mirar de frente, la interpelada carraspeo un “bien gracias”, que sonó a trueno. Martín, sorprendido, volvió a preguntar si le ocurría alguna cosa, en tanto se colocaba frente a ella  para verle la cara. Un soberbio bigote negro la cruzaba casi de parte a parte.
   
-¡Bandido, sinvergüenza, espera a que té coja! - gritó descubierto el engaño - mientras corría tras Fabián que vestido de gitana, y faldas remangadas, huyó a campo traviesa, tan rápido como su vestimenta le permitía.
   
¿Creen ustedes que todo acabó aquí?. Nada de eso, puesto que el amor verdadero, solo muere con el matrimonio. Un año después y por la iglesia, Inés y Fabián se casaron.

De la unión “Boca grande” - “Panza fría” en muy pocos años, nacieron cinco retoños, tan rectos como su madre y tan habilidosos como su padre, que lograron además, la amistad - a la vejez - de sus dos abuelos.


 J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular )

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