sábado, 2 de julio de 2016

La vejez


Todo el mundo dice querer llegar, pero ninguno admite estar en ella, porque la vejez, como la muerte, es una cosa que sucede “solo a los demás”.

En el caso de la muerte porque no estamos a partir de cuando llega, y en el de la vejez, porque no queremos estar aunque ya haya llegado.

La cosa – amigo lector – es que, por unas u otras causas, ese ansiado estado en el que no hay nada que hacer, ni levantarse temprano cada día, cosa que se deseó desde que se era joven, es repudiado desde el fondo de nuestros corazones, ante los demás – y lo que es peor - ante nosotros mismos, negándonos a admitir la evidencia que la vida supone, y que no es otra que el asumir que tras la loca juventud, llega la tranquila vejez, a la que muchos se esfuerzan por seguir haciendo también loca, sin pensar que cada época de la vida tiene su peculiaridad, y que el hacer ciertas cosas con veinte años es de gente alegre y vital, pero seguir haciendo esas mismas cosas con más de sesenta, es de majaderos integrales.

Actualmente hay incluso un anuncio televisivo, en el que un “pureta”, como llaman los jóvenes a todo el que pasa de los cuarenta, se disfraza de joven, al objeto de obtener las ventajas que ofrece a estos, una determinada tarjeta de crédito, y en el corto fílmico, queda patente una vez más, lo ridículo del personaje.

De todas formas, la naturaleza es cruel y hasta sádica con la vejez, porque le resta fuerzas, pero le conserva apetitos, le hace decaer en todo y sin embargo le mantiene la vista cada vez más joven, con lo cual el anciano acaba por convertirse - muy a su pesar - en alguien que no puede sino dar buenos consejos, porque es ya incapaz de dar malos ejemplos.

Desde siempre, sesudos intelectuales han dedicado frases y pensamientos profundos, a ese estado del hombre, haciéndolo por lo general, cuando han llegado a él, por lo que su valor es más que cuestionable, aunque por otra parte, no hay forma humana de averiguar como es el sabor de una manzana, si no te comes una, con lo cual estamos ante el  dilema de la pescadilla que se muerde eternamente la cola.

Y así nos encontramos con sujetos que, pasada ya la barrera de la madurez, se empeñan en mantenerse en ella a toda costa, con lo cual, en su fuero interno nunca llegan a viejos, y se auto engañan con frases tales, como “Nunca me he sentido tan  joven…” u “Hoy en día, cincuenta años es plena juventud…” sin darse cuenta de que si a partir de los cincuenta,  si una mañana te despiertas y no te duele nada, es que probablemente estés muerto.

Mi amigo Isidoro es un ejemplo de estos. De pequeños, habíamos sido condiscípulos en una escuela rural de nuestra tierra, situada en una antigua venta, llamada Venta de Tendilla, y a la que había que llegar, cruzando arroyos y cañadas que por lo general en los años a los que me refiero - década de los cincuenta del pasado siglo - aún lejos de los temores del cambio climático, mantenían un caudal considerable hasta bien entrada la primavera, por lo que los chavales, en lugar de atravesarlo por los pasos adecuados, solíamos cruzarlo saltando de piedra en piedra, sin que nunca se produjeran accidentes.

Isidoro, que había marchado a la ciudad mucho tiempo atrás, hubo de hacer una visita a su tierra por causas de herencia, y un día - de los pocos en los que lleva agua - tuvimos que cruzar el arroyo de nuestra infancia.

Como no me gustan las aventuras, decidí pasar por el puente, pero mi amigo, sintiendo en sus carnes la traición de la naturaleza, decidió hacerlo, saltando – como tiempo atrás - por las piedras, donde el cauce era más profundo.

Tras tomar carrerilla, saltó limpiamente la primera, y aunque tambaleante, la segunda, pero en mitad del lecho los reflejos le fallaron, yendo a caer - cual largo era - en mitad del cauce, en las frías aguas de enero.

Mientras secaba sus ropas, al amor de la lumbre y arropado con una manta, me confesó a modo de justificación de lo sucedido.

“Veras, yo medí la distancia con la vista y salté bien…. lo que pasó es que el cuerpo no me siguió…”.


A partir de cierta edad, paciente lector, te aconsejo que hagas menos caso a la vista y más al cuerpo, no sea que este último no te siga y, te deje tirado en la estacada.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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