lunes, 25 de julio de 2016

Los gemelos

 


El embarazo fue complicado, y el parto de los que no se olvidan. Cuando su madre dio a luz a Carlos y Eugenio - nombres con los que fueron bautizados los neonatos - creyó haber descansado, pero las complicaciones no habían hecho sino comenzar.

Eran tan parecidos como dos gotas de agua, tanto que hasta su misma madre - que en público se preciaba, de saber siempre quien era quien - había colocado en sus ropas marcas distintivas, que le permitiese conocer en todo momento, a cual de los dos era, al que había de castigar.
   
Sí…sí… digo bien, castigar, porque cada vez que alguno de sus progenitores les llamaban, era porque habían consumado - solos o a dúo - alguna trastada, y cuando aún no habían acabado de reñirles por esta, ya estaban urdiendo o ejecutando otra, peor que la anterior.

Los gemelos eran, la pesadilla de su casa, en donde las criadas entraban y salían al ritmo de una al mes, tiempo en el cual las fámulas, vivían de sobresalto en sobresalto, por cosas tales como, despertarse con una culebra en la cama, tener el pijama impregnado de polvos pica - pica, o verse encerradas en el sótano, cuando, por alguna razón, habían de bajar a él.
   
Y eso que su padre, amen de reprimendas orales, solía repartir generosamente a ambos - en consonancia con la pedagogía de la época - bofetadas, pescozones y cintarazos, sin reparar en destinatario, porque como él decía. Si no fuiste tú esta vez, seguro que lo serás la próxima, o lo fuiste la pasada... Por esto, el día en que tuvieron edad de ir al colegio, la familia entera respiró tranquila, ya que - al menos - las horas de clase descansarían.
   
Sus salidas a la calle, lo único que lograron, fue que la sensación de intranquilidad que su presencia producía - hasta ahora circunscrito al ámbito familiar - se extendiera por el itinerario seguido hacia y desde el colegio, y también dentro de este último. Al poco, en todo el trayecto, no se veía ni un perro ni un gato, ya que una de las diversiones de nuestros personajes, consistía en atar latas vacías al rabo de estos animales, que despavoridos, corrían intentando inútilmente zafarse de la rémora, y cuando por fin lo lograban, evitaban cuanto podían, pasar por el camino recorrido por Carlos y Eugenio.
   
Su vida escolar, merecería - de contar con espacio - capítulo aparte. Baste decir que, a diferencia de casi todos los niños, que el primer día de clase suelen llorar, en el caso de nuestros gemelos, los que estuvieron a punto de hacerlo fueron los profesores.

Había transcurrido solo una semana, cuando la maestra de ciencias encontró, en el cajón de su mesa, un lagarto de treinta centímetros de largo, el de matemáticas, al levantarse un día del  asiento, dejó en él adherido toda la parte trasera de su pantalón, porque “alguien” había colocado pegamento en la silla, y hasta el propio director, don Próculo, al entrar una mañana en su despacho, se vio sorprendido por la caída de un cubo de agua fría, colocado entre el dintel y la hoja de la puerta, que le puso - de pies a cabeza - como una sopa.
   
Pero, para mi, su mayor travesura, fue una de la que hicieron víctima a casi todo el pueblo. Era verano, y cada viernes la familia de los gemelos, solía desplazarse a una finca en el campo, en donde permanecían hasta el domingo. Aquel día, nuestros héroes - que siempre estaban de acuerdo en todo - se dirigieron al establo, en el que además de asnos, vacas y cabras, había - entre la paja del suelo - una legión de hambrientas pulgas de corral.

Provistos de dos canutos de caña, cerrados por sus extremos, y a los que habían realizado un orificio, iniciaron la caza y captura de los afanipteros, (1) tarea nada difícil, en primer lugar por la habilidad de los cazadores, y en segundo, por la gran cantidad de estos insectos, que en el estiércol había.
   
Cuando tuvieron los recipientes repletos de tan molesta congregación, los cerraron y guardaron cuidadosamente, hasta el domingo en que regresaron al pueblo, donde aquella tarde fueron al cine, espectáculo que constituía  la única distracción en el lugar, los días festivos.
   
Con las cañas bien escondidas entre sus ropas, se sentaron en la última fila, conocida - por cierto - como “la de los mancos” por ser ocupada normalmente por enamorados, a los que nunca se les veían las manos. Cuando todo quedó a oscuras y empezó la proyección, nuestros personajes, echaron a rodar por el pasillo central, hacia la parte baja del local, los recipientes previamente abiertos. A cada uno de sus giros, saltaban de su interior hacia la sala, bandadas de pulgas, que tras más de dos días en ayunas, más que pulgas eran auténticos vampiros famélicos, y en menos de los que se dice, subieron piernas arriba de los confiados espectadores, y comenzaron a picar todo lo que encontraban, al alcance de sus aguijones.
   
Quince minutos después, la sala del cinematógrafo parecía más bien una jaula de monos, en la que todos se rascaban desesperadamente, y al poco rato - sin cejar en esta actividad - la totalidad del público salió a la calle, escocido y quejoso. Tres veces, hubieron de fumigar el local, hasta eliminar, por fin, los últimos molestos inquilinos, agazapados entre las tablas del suelo, y que cada noche volvían a cebarse en los sufridos espectadores. Su padre, prometió a los hermanos, un castigo ejemplar por cada pulga liberada aquel día, aunque como continuaron haciendo de las suyas, el correctivo no pudo ser nunca impuesto en su totalidad
   
Han pasado ya muchos años desde entonces. Hoy, los gemelos son hombres hechos y derechos, buenos ciudadanos, y mejores padres de familia, a los que, cuando se les recuerda algo de que lo acabo de narrar, solo dicen con una media sonrisa, entre avergonzada y feliz: Desde luego, éramos terribles. 
   
He de reconocer, que no mienten.

(1) Afanipteros = Orden de insectos al que pertenecen las pulgas
           
J.M. Hidalgo  (Historias de Gente Singular)

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