domingo, 3 de julio de 2016

Cuentos al calor del brasero


“Maquitilla ura ura”.

En los años cincuenta, poco después de la festividad de los Santos y los Difuntos –  ambos feriados entonces – en Álora, el tiempo solía “meterse en agua” y eso junto con lo pronto que se hacía de noche, terminaban de una forma brusca con el verano y su libertad.

Empezaba entonces una especie de letargo invernal, que tenía especial incidencia en el campo, en donde a partir de las ocho de la tarde ya era casi noche cerrada y al no haber luz eléctrica, toda la familia se refugiaba, en derredor de la mesa camilla, a la claridad del quinqué de petroleo para cenar y pasar la velada en tertulia.

Como mis padres casi siempre tenían que madrugar, muchas noches nos quedábamos los pequeños - reacios a irnos a la cama - al cuidado de los hermanos mayores y cuando pienso en ello, me viene el recuerdo de mi hermana Natividad.

Ella era la mayor de todos y actuaba respecto a sus hermanos menores, como una segunda madre, a la vez cariñosa y recta, conservando este ascendiente a través de los años hasta su desgraciada muerte temprana.

Nati, como le llamaba toda la familia, era además nuestra contadora oficial de cuentos. En las frías noches de invierno, en que el viento soplaba produciendo extraños sonidos en el exterior, nos encantaba cuando tras insistirle, nos leía alguno o mejor aún, cuando nos lo contaba.

Nunca se negaba a hacerlo, todo lo más, si estaba agotada por el trabajo en el campo, se refugiaba en narrarnos uno corto para que quedásemos satisfechos.

No obstante, nosotros éramos insaciables y siempre pedíamos más, hasta que, ante nuestra insistencia, recurría a contarnos uno que nos hacia ir a la cama mirando hacia atrás, que era el de “Maquitilla ura ura”.

Se trataba de un cuento gótico, muy popular en mi tierra y propio de las veladas en vísperas de difuntos, porque se refería a muertos. Antes de relatarlo, Nati solía reducir la luz del quinqué, con lo que la habitación quedaba en una semi penumbra inquietante, mientras nosotros - que habíamos oído la historia docenas de veces - nos acurrucábamos contra la mesa, buscando en su contacto protección.

En esencia, el estrafalario argumento, se refería a una niña desobediente – Mariquilla – a la que su madre mandaba comprar asadura para cenar y cuando, jugando perdía el dinero, no se le ocurría mejor idea, que extraer en el cementerio las de un muerto y este por la noche venía para vengarse.

Mi hermana, puesta en pie en un silencio total, reproducía con lúgubre media voz - como solo ella sabía hacer - gestos, ruidos y palabras que, por su boca y de una manera agónica, el muerto viviente profería:

 .- ¡Mariquilla uraaa uraaa... vengo a por tus asaduras.. Ya voy por el primer escalón de la casa...! y así, lentamente, avanzando escalón por escalón y puerta tras puerta – cuyo número alargaba más o menos según su estado de cansancio - iba incrementando el suspense de forma magistral, hasta llegar a cumplir la amenaza...

Si en aquel instante alguien hablaba o hacía el más leve ruido, todos gritábamos aterrorizados.

El cuento – a la vez deseado y temido – marcaba el final de las veladas, pues pese a saberlo de memoria, siempre producía idéntico efecto.

Ese día, atravesar el pasillo, para ir a la cama, se hacía en segundos y luego, tapados y casi sin respirar, escuchábamos por si algo se movía en la casa, hasta que el sueño finalmente podía más que nuestro miedo.

Durante años, cuando volvía a mi antigua casa, al cruzar por las noches el pasillo desde la cocina, muchas veces pensé de manera inconsciente, si no estaría allí agazapado y acechando entre las sombras, el siniestro personaje del cuento de Mariquilla...

J. M. Hidalgo (Recuerdos de infancia)

1 comentario:

  1. Curioso. En los hogares los niños no se aburrían a pesar de no existir la televisión ni las tabletas i-pad.

    ResponderEliminar