La batalla, librada en la actual provincia de Cádiz, fue una de las más importantes del último periodo de la Reconquista y en ella las fuerzas cristiana combinadas derrotaron de forma contundente a los benimerines, última nación norteafricana que trataría de invadir la península Ibérica.
Tras la victoria de las Navas de Tolosa en 1212 contra los almohades, estos se replegaron al Norte de África, dejando en Al-Ándalus un conjunto de débiles “reinos de taifas” que fueron fácilmente ocupados por los cristianos entre 1230 y 1264.
Tan sólo el reino de Granada, que comprendía las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga, más el peñón de Gibraltar, logró mantenerse independiente, aunque forzado a pagar cada año, un elevado tributo a Castilla.
En el 1269, los almohades fueron aniquilados por los “Benimerines”, tribu originaria del sur de Marruecos, que pronto dominó todo el Magreb y consolidado allí su poder, dirigieron entonces su atención hacia Granada, donde desembarcaron sus tropas, influyendo en las decisiones del gobierno nazarí, ante el recelo y la desconfianza de los reinos cristianos.
A finales del siglo XIII, los benimerines declararon la “Guerra santa” a los cristianos y realizaron varias incursiones en el Campo de Gibraltar para asegurarse el dominio del Estrecho, firmando una alianza formal con Granada para tomar Cádiz, campaña que iniciaron en 1294, con el asedio de Tarifa aunque sin éxito, debido a la heroica resistencia ofrecida por “Guzmán el Bueno”.
En 1329, benimerines y granadinos atacaron de nuevo a los castellanos, a quienes derrotaron tomando Algeciras para luego iniciar un ataque contra la escuadra castellana, que fue destruida y decapitado su almirante, lo que dejó a Castilla indefensa por mar, ante una nueva invasión norteafricana.
Al conocer el desastre de su armada, Alfonso XI pidió ayuda a su suegro Alfonso IV de Portugal, el cual y, no sin resistencia, decidió finalmente enviar una flota a Cádiz y marchó con su ejército hacia Sevilla, de donde salieron ambos monarcas, decidiéndose en consejo de guerra, que el rey castellano lucharía contra los marroquíes y el portugués lo haría contra los granadinos.
El día 30 de octubre, la caballería castellana cruzó el río Salado y Alfonso XI, con el grueso de sus tropas acabó por derrotar a las fuerzas africanas, mientras en la zona de combate portuguesa Alfonso IV, no sin graves dificultades, logró también romper las filas enemigas, desatando el pánico entre los moros de Granada, que huyeron en desbandada y del mismo modo los africanos.
La aplastante victoria del Salado, desmoralizó al mundo musulmán, extendiendo un gran entusiasmo entre el cristianismo europeos y Alfonso XI se apresuró a enviar al Papa Benedicto XII una embajada con valiosos regalos, con parte de la riqueza ocupada a los moros, además de las banderas que habían caído en manos de los vencedores.
Como resultado de la decisiva actuación del rey portugués en la batalla, a Alfonso IV de Portugal se le conoce en la historia con el sobrenombre de “el Bravo”, consecuencia de su acción en la lucha.
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