miércoles, 10 de agosto de 2016

Parientes


Cuando se escribe sobre la familia - amigo lector - hay que tentarse primero la ropa, más que nada, porque luego la familia lee lo que uno ha escrito. No obstante, cuando la familia a la que te refieres, es un sobrino de tu abuela paterna, el tiento es mucho menor.

Además de eso, al ir conociendo al personaje, entiendes muchas cosas tanto de tu progenitor como de ti mismo, pues las leyes de Mendel referidas a la herencia genética, se mueven a saltos - como los caballos en el ajedrez - y en muchas ocasiones, en alguno de ellos, hasta te pueden llegar a alcanzar.

Se llamaba Diego o Antonio García Márquez, que en lo del nombre hay discrepancias, entre quien me contó la historia y otras fuentes, pero en honor al primero, Diego se llamaba.

Su vivencia tuvo lugar durante las primeras décadas del siglo pasado, y las últimas del anterior, y aconteció en mi pueblo, Álora. Diego era soltero... bueno, más exactamente solterón, pues nunca llegó a contraer matrimonio, gozando de muy buena posición económica, ya que sus fincas – heredadas de sus padres y a cuya atención y cuidado se dedicaba - se extendían por toda la comarca, gestionando además de estas, el patrimonio de sus tres hermanas, dos monjas y una viuda, que al estar casadas unas con Dios, y la otra con nadie, confiaron también sus tierras al hermano soltero.

Estas dos circunstancias - soltería y posición económica - le hacían muy apetecible al sexo femenino de la localidad, o mejor dicho a las madres de las mozuelas, que en edad de merecer, en la comarca había, por lo que eran muchas las encerronas que - al objeto de cazarlo - urdían a su paso día tras día, en el lugar.

Una de las que más destacaba, por su persistencia y habilidad en estas lides, era Rosario, viuda y dueña de un bar en el centro del pueblo, en donde mi lejano pariente, acostumbraba desayunar y tomarse la primera copa para “matar el gusanillo”, generalmente a base de cazalla o chinchón, bebidas ambas cuya ingesta, no suele dejar vivo bicho alguno.

Ver entrar a nuestro hombre en el establecimiento, y llamar a una hija casadera que tenía, era todo uno, al objeto de que fuese ella - debidamente aleccionada –  la encargada de servir a Diego de forma solícita, exclusiva e insinuante.

Al poco, nuestro héroe, que precisamente por ser soltero, no era tonto, advirtió las aviesas intenciones cinegéticas de la hembra y más aún de la madre de esta, y un día, cansado de un juego en el que no estaba dispuesto a entrar, se dirigió a la primera con un poema de su invención, a cuya práctica era aficionado.

“Aunque te arda la fragua
no te enciendo mi candil.
No me enseñes las enaguas,
que he dicho que tú “pa” mí,
no echas garbanzos al agua”


Y  con este verso improvisado – algo ordinario, pero muy elocuente - que no dejaba dudas sobre sus sentimientos, pudo salvar - una vez más – ilesa su soltería.

Aún no he dicho - pero ahora lo digo - que debido a su posición económica, Diego era parte de las fuerzas vivas del pueblo, y aunque él nunca se ocupó de la  política, un tío suyo – conocido como “El Canónigo Morales”-  ya que regentaba este cargo en la catedral de Málaga, era célebre en toda la provincia, como cacique al uso de la época, siendo un auténtico genio, en los trapicheos, chanchullos y  pucherazos electorales.

Un día su tío – también de lejos emparentado con el que esto escribe – recurrió a Diego con la encomienda de pedirle dinero, ya que tenía la intención de adecentar “El círculo”, nombre con el que era conocido en mi pueblo el casino social, que ubicado en la plaza de la Fuente Arriba – en  el centro del municipio – era lugar de habitual reunión – entre otros – de haraganes, e inútiles varios, que, con la excusa de fomentar actividades culturales, se pasaban el día arreglando los problemas de España, mientras bebían fino, jugaban al dominó y se despellejaban entre sí.

Era pretensión del canónigo, usar el establecimiento para agasajar en él a un diputado a cortes de la región, conocido como “El pollo Romero” debido a su juventud, y a quien quería encumbrar, pero el local – al cual, por tradición, tenían vetada su entrada las mujeres - estaba acorde con los parroquianos que lo frecuentaban, con quemaduras de cigarrillo en las mesas, cortinas descoloridas, muebles desvencijados y todo él sucio y abandonado, es decir, un auténtico chamizo, inapropiado para celebrar en él, cualquier clase de acto social, y cuyas finanzas estaban parejas con lo hasta ahora dicho, pues ni telarañas tenía en sus arcas.

Diego, tras atender la demanda de su tío, no escatimó gastos, y a golpe de billetes, mandó restaurar totalmente “El circulo”, que en unas semanas, quedó más lustroso  y pulcro, que el día de su inauguración.

Una tarde - con la reforma ya acabada – y después de haber pasado el día entero trajinando, fue Diego a examinar la obra, y cansado como estaba y aún con las botas llenas de barro del campo, se tendió en un sofá, quedándose dormido como un tronco.

Roncaba a pierna suelta, cuando entró en el local el médico del pueblo, acompañando al canónigo, y al ver a Diego en aquella forma, le espetó al primero:

-“Ve usted, señor canónigo, con personas así no hay forma de hacer nada, fíjese… ahí tendido... con las botas llenas de barro... Esta gente no tiene ni modales ni remedio...

Diego - entre sueños- oyó las palabras del galeno y aún medio dormido, y pensando en el capital que había gastado en las obras, se dirigió a ambos con uno de sus famosos versos

“En este lugar señores,
cada cual duerme a su maña.
Que me den mi dinerito,
si la postura no apaña.”


Como es natural, nadie devolvió el dinero a nuestro héroe, y en cuanto al “círculo”, pocos meses después de lo que acabo de narrar, todo él estaba tan destartalado, abandonado y sucio, como antes de su reforma.

Como habrás podido observar – paciente lector – si es que has terminado de leer la historia, mis parientes merecen – como mínimo – el calificativo de singulares.

J.M. Hidalgo (Gente Singular)

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