Otro año más se nos ha colado, casi sin sentir ni pedir permiso, la primavera... No sé que tiene esta estación, pero siempre causa en mi ánimo los mismos efectos, y son los de recordarme la infancia.
Estoy seguro de que mucho tiene que ver en ello, el que los limoneros del jardín estén ya cuajados de azahar y con tan solo poner un pie en la puerta de casa - como me ocurría antaño - el embriagador aroma de sus flores me envuelva, o quizás que ya he dejado de lado – como también entonces - el abrigo, la bufanda y los calcetines de felpa.
Por estas fechas durante mi niñez, en la escuela de la Venta de Tendilla, en la vega de Álora, nuestra maestra Doña Remedios, nos avisaba de manera reiterada sobre el inminente inicio del mes de María, aunque no hacía falta que lo hiciese, porque durante las tardes, con el calorcillo de la solana, el sopor de la sobremesa y la monótona cadencia de las repeticiones, notábamos que mayo estaba ya al caer y costaba repasar las tablas de multiplicar, sin que los amagos de sueño no nos atacasen en algún momento.
Luego - al salir de la escuela –el aire cálido y perfumado del sur, hacía que el cuerpo te pidiera saltar sobre las piedras del arroyo y ver quien podía hacerlo más veces sin caer al agua, u organizar un concurso de lanzar piedras “al salto de la rana”, en un remanso del cauce, para comprobar las que revotaban más sobre la superficie.
Cuando por fin llegábamos a casa, nos esperaban las rebanadas de pan casero - generosamente untadas de manteca colorá de la matanza - con un tazón de leche caliente recién acabada de ordeñar que nos proporcionaba Daniela.
Daniela, era la cabra familiar que hacía de supermercado lácteo y que solo se dejaba ordeñar por mi madre, ya que corneaba a todo el que se le acercase.
Siempre pensé que era una cabra intelectual, pues sentía predilección por los libros que al menor descuido devoraba - en sentido literal - a veces hasta de las mismas manos del distraído lector.
Una tarde, mi hermana mayor hubo de dejar su lectura favorita – un libro de viajes – para atender a un recado de mi madre, y cuando minutos después regresó, Daniela estaba ya terminando de comerse las pastas de la obra - que por ser duras dejó para el final - y la había emprendido con el asiento de aneas de la silla donde el libro estaba.
Pero lo que permanece vivo como ayer en mi memoria es la música. Cada jueves hacíamos nuestra particular excursión, a casa de uno de los dos únicos vecinos del entorno que disponían de aparato de radio, al objeto de oír el programa “Bazar”.
Su sintonía era para mi la música más deliciosa que jamás había escuchado antes, y que hasta muchos años después no supe se trataba de “Vitava”, del compositor checo Bedřich Smetana, culpable de la pasión que desde entonces sentí por la música clásica.
Mientras sus acordes sonaban de fondo, una locutora con cadenciosa voz decía la frase inicio - “Bazar, maravillas radiofónicas para los niños...” y desde entonces y hasta que concluía, todos permanecíamos en silencio, embobados con los cuentos, las canciones y los juegos que Radio Nacional de España en Málaga nos proponía. Mientras, la música de Smetana, que no cesaba de sonar, me hacia soñar con lugares fantásticos y míticos reinos, con hadas, brujos y dragones, en donde todo era posible.
Aún hoy, cuando escucho la música del genial compositor checo, regreso siempre a mis siete años y vuelvo a sentirme como cuando - sentado frente a un aparato de radio de dial luminoso - permanecía absorto y con la boca abierta ante tanta maravilla...
Al final de la vida, los humanos solo somos pasado y recuerdos...
Vitava: https://www.youtube.com/watch?v=exz6zD056zk
J.M.Hidalgo (Recuerdos de infancia)
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