Tal día como hoy 8 de junio de 1692, en Ciudad de México, donde habitan entre 20 y 25 mil personas, y tras los problemas en las cosechas del año pasado ocasionados por las inundaciones, lo que dio lugar a la perdida de cereales básicos como el maíz y el trigo acarreando con ello una terrible hambruna unida a una epidemia de sarampión, se genera un gran descontento popular que empeora por la exhibición de riquezas y lujos de que hace gala la clase alta durante la celebración de la tradicional fiesta de Corpus Christi.
La injusticia hace que se reunan unos diez mil indígenas en la Plaza Mayor para exigir comida. Al no ser atendida su demanda la gente se amotina al grito de "Viva el Rey y muera el mal gobierno" a la vez que prenden fuego al palacio del Ayuntamiento y al Palacio Virreinal, quemando archivos administrativos e incendiando los puestos de los mercaderes ubicados en la plaza principal.
La ciudad se encontraba celebrando la tradicional fiesta de Corpus Christi, al mismo tiempo que experimentaba una tensión colectiva por la escasez de alimentos básicos como el maíz y el trigo. Dicha tensión estaba directamente relacionada con la inconformidad de los habitantes debido a que las autoridades encargadas del abasto estaban especulando con la reserva de granos almacenada en el pósito y en la alhóndiga.
La vida se había vuelto difícil para los indígenas, mestizos, mulatos y españoles pobres. El año anterior se habían malogrado las cosechas del maíz y el trigo debido a inundaciones. Ese día un grupo bastante crecido de indígenas, se dice que cerca de 10 000, se rebeló contra las autoridades urbanas, hecho al que se sumaron algunos mestizos, mulatos y españoles pobres. La multitud destruyó una parte de las edificaciones gubernamentales, quemó archivos administrativos e incendió los cajones de los mercaderes ubicados en la plaza principal.
En los cajones de madera del mercado y en la horca de la Plaza Mayor hallaron el combustible para incendiar el recinto. Los soldados enfrentaron a los sublevados, cuyo número crecía a cada momento, y ante su avance subieron a la azotea y desde allí dispararon. El gran cosmógrafo don Carlos de Sigüenza y Góngora, alarmado por el avance de las llamas, no dudó en arriesgar su vida y con una escalera subió al segundo piso para rescatar los archivos coloniales, entre ellos algunos libros capitulares.
De cualquier modo, la pérdida de valiosos documentos fue cuantiosa. Para la media noche el incendio había consumido las casas del cabildo, las Audiencias, la Cárcel Real, los tribunales, las habitaciones del virrey, la Real Hacienda... prácticamente todo. En una carta a un amigo, Sigüenza plasmó su testimonio: “No hubo puerta ni ventana baja en todo el Palacio, así por la fachada principal que cae a la plaza, como por la otra que corresponde a la plazuela del Volador, donde está el patio del Tribunal de Cuentas y en él los oficios de gobierno, Juzgado General de los Indios y Capilla Real, en que no hubiese fuego”.
Todo acabó a sangre y fuego con centenares de muertos. Fue el resultado final de una cadena de sucesos meteorológicos, económicos y políticos. El hecho causó una onda impresión en la sociedad de la capital de la Nueva España al ser la primera rebelión social desde el inicio del periodo virreinal.
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