Tal día como hoy 10 de julio de 1762 en Rusia, Catalina II asume el cargo de emperatriz como sucesora de su marido Pedro III, asesinado en un complot. Catalina intentará una europeización del país, y otorgará a la nobleza un puesto relevante que hasta ese momento no ha tenido.
Fracasará en su intento de crear un código con las ideas de Montesquieu, y en 1773 tendrá que hacer frente a una contienda con los campesinos, por la nefasta situación social en que se hallará sumida la población rural. Será considerada una mujer inteligente, culta, sagaz, muy hábil, apasionada y con una vida privada un tanto peculiar. Cultivará una gran amistad y comunicación con los grandes ilustrados franceses como Diderot, Montesquieu o Voltaire.
Catalina la Grande continuó con la edad de oro del Imperio ruso allí donde lo había dejado Pedro El Grande, aunque para ello esta princesa procedente de Prusia, el reino más influyente de Alemania, se alió con parte de la aristocracia para desplazar del poder a su marido, el pusilánime Pedro III. Durante 34 años, Catalina modernizó al gigante ruso y gobernó rodeada de amantes poco discretos.
Sus ambiciones políticas condenaron a Catalina a vivir aislada y enfrentada a su familia. A su débil marido Pedro III de Rusia le derrocó con una revolución palaciega; mientras que la relación con el supuesto hijo en común de ambos, el futuro, y breve, Pablo I, se vio envenenada por las luchas cortesanas. Para suplir su ausencia, Catalina se rodeó de una camarilla de íntimos, entre las que estaba la condesa Praskovia Bruce, que compartía con la emperatriz el entusiasmo sexual y se convirtió en la «catadora de amantes».
No obstante, la leyenda sobre la promiscuidad de Catalina es bastante exagerada. Catalina fue una monógama obsesiva cada vez que se encaprichaba, aunque su magnetismo sexual garantizó que no fueran pocos esos amantes. Frente a un marido que la ignoró y se buscó otros entretenimientos, Catalina se dejó querer, en un principio, por el apuesto Sergéi Saltikov. Con él descubrió los placeres del sexo y, según confesó en su correspondencia, tuvo al futuro Pablo I tras varios abortos.
A finales 1760, Catalina empezó a frecuentar la compañía de Grigori Orlov, un teniente herido tres veces en combate, de estatura gigantesca y rostro angelical. Con él tuvo también un niño, Alexéi Bobrinski, que fue escondido en casa de uno de sus cortesanos. Tras desplazar a su marido, que firmó su propia abdicación antes de morir alcoholizado, la soberana actuó con “dientes de lobo” para mantener el país bajo su autoridad 34 años. A partir de entonces se sintió libre de vivir sin discreción su amor con Orlov, que tenía sus aposentos encima de la cámara de la zarina. Se mostraba muy cariñosa con él y hacía la vida marital que nunca había realizado con Pedro.
No obstante, la aristocracia rusa advirtió a Catalina que sería imposible formalizar aquella relación si quería mantener la Corona. Orlov, fue objeto de varios intentos de asesinato dada su posición política. Pero, al final, fue la zarina la que se cansó de él, de lo limitado de su inteligencia y de sus maneras torpes. Su lugar lo ocupó Grigori Potiomkin, que los hermanos de Orlov habían alejado de malas maneras de la Corte -se dice que le arrancaron el ojo izquierdo - para evitar que sedujera a Catalina.
A su vuelta a palacio, este cortesano de ascendencia polaca, apodado el «cíclope», fue ganando prestigio militar en paralelo a su amor con la zarina, a la que enamoró de una forma un tanto enfermiza: Potiomkin compartía con Catalina la pasión por el arte y la cultura. Su relación fue probablemente formalizada por algún rito en 1774, en tanto se califican a partir de entonces mutuamente como «querido marido» y «querida esposa», aunque no tuvieron un matrimonio como tal. El ocaso del amor llegó porque ambas personalidades también eran muy distintas. Catalina era ordenada, germánica, mesurada y fría, mientras que Potiomkin era desordenada, eslavo e impulsivo.
Las frecuentes discusiones entre ambos, más por política que por amor, enfriaron su relación. Potiomkin no perdió su posición en la Corte, pero otros amantes como Semión Zórich, un comandante serbio de húsares, o un burócrata llamado Piotr Zavadovski, ocuparon su lugar en la cama de Catalina.
Cada amante que pasaba por su cama se marchaba con los bolsillos llenos de rublos y un mote por parte del «consorte» Potiomkin. A Alexandr Yermólov, un edecán de ojos almendrados y una nariz chata, le apodó el «Negro Blanco» y le despacharon con un pago de 130.000 rublos en el verano de 1786. A Dmítriev-Mamónov, «El señor Casaca Roja», se le entregó, por su parte, un condado y 27.000 siervos a su servicio.
El último amante, el príncipe Platón Zúbov, 40 años menor que ella, resultó ser el más caprichoso y extravagante de todos. El joven Zúbov, de 22 años, apodado «El Negrito», inició una relación con Catalina cuando esta estaba gorda, con las piernas hinchadas, aquejada de dispepsia y flatulencia. Un abismo físico y de edades que, lejos de intimidar a la brava Catalina, vino después de descartar al hermano pequeño de Zúbov, de 18 años, apodado «El Niño».
A la muerte de Potiomkin, que falleció en 1787 durante las negociaciones de paz con Turquía, Zúbov asumió todo el protagonismo político. Mientras le empolvaban y cepillaban el cabello, Zúbov atendía a los ministros con palabras técnicas para disimular que el cargo le quedaba demasiado grande. El «jefe de todo», engreído e inútil, fue colmado de cargos por una zarina a la que los años le habían hecho algo sensiblera.
Para mayor ingratitud, Zúbov se enamoró de la esposa del nieto de Catalina, el futuro Alejandro I, al que la zarina quería entregar la Corona rusa por delante de su hijo Pablo, que le recordaba con horror a su difunto marido. «El conde Zúbov está enamorado de mi esposa… ¡Qué situación más embarazosa!», aseguró a un amigo el propio Alejandro. Solo la intervención de Catalina acabó con el imprudente encaprichamiento de su amante.
El 5 de noviembre de 1796, Catalina sufrió una apoplejía camino al retrete y fue encontrada sin respiración en el suelo varias horas después. Una leyenda negra de origen bolchevique aseguró que la zarina murió tras una fallida relación con un caballo, en tanto, el ímpetu sexual de Catalina era insaciable. Nada más lejos de la realidad; Catalina simplemente suplió con amantes la frialdad de su marido y una viudedad regia que le imponía no casarse más. No era ninguna degenerada ni alguien obsesionada con el sexo.
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