sábado, 18 de junio de 2016

La hidrocefalia




Recuerdo que - en mi cada vez más lejana infancia - en Álora, mi pueblo, había un casino, al que llamaban “el círculo”. No era como los de ahora, de ruleta y bacarrá, los casinos de mi infancia eran instituciones culturales y sociales.

En ellos, se podía “degustar” una botella entera de fino, sin que te llamaran borracho, como hubiese sucedido de hacer lo mismo en la taberna de al lado, o se permitían la celebración de partidas de cartas “sociales”, en las que las fuerzas del orden no intervenían jamás, pese a que los billetes se amontonasen sobre la mesa en cada jugada. El casino era pues, una institución singular, como singulares eran - naturalmente también - muchos de sus parroquianos y clientes. Jacinto, fue uno de ellos.

Era el hijo primogénito, calavera e inútil de una familia del lugar venida a menos, que conservaba de su antigua posición dominante, únicamente la costumbre, de no hacer, ni servir para nada.

Bueno…exactamente para nada no, Jacinto era el bromista oficial del pueblo. Sus bromas pesadas y de mal gusto, eran soportadas malamente por todos, hasta que cansados y como en Fuente Ovejuna, decidieron al unísono, escarmentarle con una dosis de su propia medicina.

Aquella tarde de primeros de invierno, entró nuestro hombre como de costumbre, al casino a pasar el rato. Acababa de levantarse de una siesta de dos horas y pico, y tras dejar su sombrero en el perchero de la entrada, se dirigió - palillo entre los dientes y manos en los bolsillos - a la búsqueda de una víctima a quien hacer objeto de sus bromas.

Pero algo distinto parecía flotar en el ambiente; la gente estaba charlando en corros de algo - al parecer - muy preocupante, a juzgar por la expresión de sus caras, por lo que con ánimo de enterarse, se acercó a uno de ellos.

“-…Y lo que les digo, la piel se pone primero pálida y después se hincha la cabeza, luego la muerte acontece en uno, o como máximo dos días” - oyó decir al boticario, a quien todos escuchaban, y que parecía estar más enterado que los demás.

-¿Que pasa? - preguntó  Jacinto  sonriente -  que se comenta hoy?

-.De la epidemia de hidrocefalia - respondió uno de los contertulios - que en solo una semana, se ha llevado por delante a más de diez personas del pueblo del Casarabonela. Según parece - continuó - se empieza por tener mal color, luego se te llena la cabeza de agua y ¡ya estás listo!. Por cierto - le dijo mientras le miraba fijamente - que tú no tienes hoy muy buena cara.

¡Tonterías!, pensó para si, y avanzó salón adelante, hasta donde se hallaba otro grupo. No más hubo llegado a su altura, dos de los reunidos dirigieron sus miradas hacia él, y luego comentaron entre si en voz baja:

-¿Te has fijado que mala cara tiene hoy Jacinto…? y…será mi  vista, pero yo diría que le noto la cabeza como más gorda.

Aunque hecho en voz baja, el comentario fue oído por el recién llegado que, con disimulo, se dirigió hacia el espejo del salón para mirarse en él.

La verdad es que estaba algo pálido y - ahora que se fijaba - parecía como si tuviese la cara más ancha, aunque - pensó - eso debía ser de dormir la siesta. Instintivamente se palpó la cabeza con una mano y vio como varias miradas permanecían fijas en él. Empezó a ponerse nervioso.

Se acercó entonces a la barra del bar en donde estaba - leyendo la prensa - Don Tomás, el notario, hombre serio, recto y del que jamás se sabía hubiese gastado una broma a nadie. Al acercársele Jacinto y antes siquiera de poder hablarle, levantó la vista y con expresión preocupada le dijo:

“-Amigo mío, le encuentro esta tarde algo demacrado… no se… como si estuviese enfermo, y además tiene la cabeza algo hinchada, ¿acaso se ha dado un golpe?” - y sin hacer otro comentario ni atender respuesta, volvió a la lectura de su periódico.

Jacinto tras oír las palabras del notario, en un instante se sintió realmente enfermo. Con mal disimulada rapidez se dirigió hacia la puerta y tras coger su sombrero se dispuso a salir. Al  intentar poner la prenda sobre su cabeza, advirtió con horror que esta no le cabía dentro.

En un segundo, quedó petrificado, lo asió con ambas manos e intentó introducirlo a la fuerza, vano empeño, no entraba. Sudando a mares miró el sombrero, era el suyo. Definitivamente su cabeza de manera terrible e inexplicable había engordado.

-¡Socorro, auxilio, un médico que me muero, tengo la “hidrofalia”, tengo la “hidrofalia”!
, gritaba mientras corría despavorido hacia la casa del galeno del pueblo, en donde irrumpió segundos más tarde como un meteoro, entre gritos y lamentos.

Don Servando, escuchó tranquilo y en silencio, la historia de la fantástica y fatal enfermedad de Jacinto, sin abandonar una socarrona sonrisa.

Cuando hubo concluido le pidió el sombrero, y como si de un mago de circo se tratase, introdujo su mano dentro y fue poniendo sobre la mesa del consultorio, casi todo un ejemplar del periódico del día, que alguien había colocado cuidadosamente, entre los pliegues de la funda de la prenda, reduciendo en más de tres centímetros  su diámetro.

Jacinto, curado milagrosamente de la hidrocefalia, casi a la misma velocidad que la contrajo, no volvió a aparecer  por el casino durante una larga temporada.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

               

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