jueves, 16 de junio de 2016

La gripe


Hace unos días - querido lector - y después de muchos años de no hacerlo, me volvió a visitar mi vieja amiga.

Aunque me mostré esquivo desde el principio, finalmente consiguió seducirme y arrastrarme con ella a la cama, y una vez allí me sometió durante cinco interminables días a todo tipo de excesos, como siempre suele hacer, de forma que cuando finalmente decidió abandonar el lecho, me dejó más convertido en piltrafa, que en ser humano.

La gripe – para quienes no la han sufrido – es una enfermedad menor, pero cuando el dedo de su ruleta rusa te apunta, es más que seguro que da con tus huesos en la cama, no importa lo que hagas por querer evitarlo. Y aún tienes que oír casi a diario en el bar o el autobús, al fantasma de turno, alardeando de que él ha pasado en pie una gripe malísima, que hubiese tumbado a un rebaño de elefantes, y eso es porque muchos acaban confundiendo – por falta de experiencia – a la gripe, con el catarro.
       
Un galeno, amigo mío, me decía hace años, que las gripes cuidadas, tardaban en curar, siete días y las que no se cuidaban, lo hacían en una semana.

Pero el otro día, cuando le llamé para comprobar lo válido de su afirmación, se excusó diciéndome, que a partir de los cincuenta, había que andarse con cuidado, pues una gripe mal curada, podría acarrear complicaciones bronco pulmonares, cardiovasculares, digestivas, locomotoras, articulares y aún no sé si entre tantas cosas que dijo, apuntó lo del embarazo, lo cual, de ser cierto, sería de premio Nóbel para arriba.

La cosa fue, que al final de la conversación, me había ya recetado no sé cuantos potingues - todos ellos de urgente ingesta - si no quería que tras el paso de la enfermedad, quedase hecho unos zorros de por vida, si es que sobrevivía.
       
Por si las moscas, y también porque no podía mover ni un dedo, me metí disciplinadamente en la cama en donde pasé las horas y los días en la forma ya dicha, y donde tuve tiempo de pensar – como siempre suele ocurrirme - en otros tiempos, otras enfermedades y otras gripes, y de ahí la historia que seguidamente narro.

En la Andalucía rural de los años cincuenta del siglo pasado, no se había inventado aún la Seguridad Social, y los médicos eran personajes, a los que se iba a visitar poco, en primer lugar porque costaban dinero, y en segundo porque generalmente te mandaban meterte en la cama y eso significaba tener que dejar de trabajar, lo cual era tan malo como lo anterior, por ello la gente, cuando acudía al matasanos estaba, sino en las últimas, al menos en las penúltimas.

Por estas cosas, la gente moría en aquellos lares de enfermedades como “el cólico miserere”, que con al andar del tiempo se descubrió que era un ataque de apendicitis, o de “un pasmo”, al que más tarde se dio en llamar infarto de miocardio, y otras cosas propias del atraso y la pobreza de la época.

Cuando a Bartolo le dio el primer escalofrió, se hallaba cortando zarzas en una linde y lo atribuyó a la humedad de la tarde. El día siguiente lo pasó todo él agotado e incómodo, pero sería a la mañana del tercero, cuando fue incapaz de ponerse en pie, diciendo a Frasquita - su mujer - que “se quedaba en cama por ver si le cambiaba el cuerpo”.

Pero tres días más tarde, y cuando la buena de Frasquita vio que de madrugada Bartolo se despertó delirando, mientras cantaba canciones de siega, y recitaba la declaración que años atrás había hecho a un amor de adolescencia, pensó que algo no funcionaba bien, y nada más despuntar el  alba, encaminó sus pasos a la casa del médico.
   
Don Próculo, el galeno, que ya sabía que las visitas a su consultorio eran como mínimo de pronóstico reservado, sin perder un segundo cogió su maletín y luego de inspeccionar y auscultar minuciosamente al enfermo, le recetó un buen número de potingues y remedios, con la advertencia a Frasquita, de que si quería seguir siendo una mujer casada, había de aplicárselos cuanto antes.
       
Siete días anduvo Bartolo con un pié más en el otro mundo que en este, pero al final pudo más – aunque por poco – su naturaleza, y con cinco kilos menos, ojeras que le llegaban hasta las orejas y más demacrado que un muerto, se levantó finalmente aún sin comprender de la que se había librado, y tan pronto consiguió tenerse en pie, se dirigió a la casa del galeno, al objeto de saldar su cuenta.
       
-¿Cuanto le debo Doctor...?
dijo nuestro hombre una vez intercambiadas las protocolarias frases de cortesía. - Son diez duros - le aclaró el médico - cuarenta pesetas por la consulta, y diez  por el  desplazamiento a casa.
       
Mientras dejaba sobre la mesa las monedas, nuestro hombre preguntó - ¿Y no podría  hacerme algo de descuento...?. Lo digo, porque cuando vino mi mujer a verle, ya llevaba yo varios días malo, y es posible, que de haber esperado un poco más, la enfermedad se hubiese curado sola...
       
Don Proculo, acostumbrado como estaba a situaciones como esta, y mientras guardaba el dinero en el cajón - lo cual no siempre sucedía – sin inmutarse, apostilló irónico a nuestro hombre.
       
-No te lo creas Bartolo, porque de haber esperado un poco más, ya no hubieseis tenido que llamarme a mí, sino al cura y al sepulturero, y esos dos - ten por seguro - que por menos de dos mil duros no te entierran.
       
En mi lejana infancia del sur, no puedo recordar a ningún médico rural, que fuese rico.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
   

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