viernes, 10 de junio de 2016

La cena de Nochebuena


Un amigo – medio filósofo él – me dijo tiempo atrás, en una de sus clarividentes visiones de la vida, que los que menos tenían, eran los que más compartían, porque –según argumentaba - el hombre no se vuelve avaricioso con sus posesiones, respecto a los demás, hasta no tener muchas, y es a partir de ese momento, que cuanto más acapara, mayor es su grado de insolidaridad con su prójimo.

A lo largo de mi vida, he tenido ocasión de comprobar, cuanta razón había en las palabras de mi amigo, pudiendo ver que el corazón de los hombres se endurece más y más, cuanto mayor es él número de sus bienes materiales. Pero, nunca ha habido una regla sin su excepción, y esta fue la de Basilio.

Basilio no era rico, aunque considerando sus orígenes, habría que haberlo calificado de potentado. Hijo de una familia de los años cincuenta del pasado siglo, con once hermanos, cuyo progenitor fue peón agrícola, había vivido desde su infancia, en la más absoluta indigencia, vistiendo con ropas de sus hermanos mayores, comiendo lo que el tiempo daba – que casi nunca era mucho - y siempre sin una peseta en el bolsillo, hasta que un día – en que siendo ya adulto - intervino como mediador en un negocio de compraventa de fincas, y descubrió en ello su auténtica vocación.

Pronto corrió de boca en boca su fama de buen negociador, lo que le hizo  intervenir como “tratante” en múltiples negocios, comenzando a llegar el dinero a su casa, lo que hizo que, al poco - y gracias a su habilidad en los negocios - la posición social de Basilio, pasase de la pobreza, a un acomodo más que notable.

No obstante, nuestro hombre no se olvidó de los tiempos difíciles, y como un auténtico mecenas, ayudó a sus hermanos, y al resto de la familia cuanto pudo, extendiendo su auxilio incluso a los extraños, que siempre hallaron en él ayuda y fue entonces, cuando ocurrió la historia que hoy narro.

Las fiestas de Navidad - en Andalucía - tienen un día y una celebración grande, y esa es la cena de Nochebuena. Esa noche por encima de otras, toda la familia se reúne en derredor de una mesa bien provista de toda clase de viandas, así como de vinos y licores, y al sonido de algún villancico - que suele cantarse a los postres - todos se desean los mejores augurios para el futuro. Si la de los Reyes Magos es la noche de los regalos, la de  Nochebuena, es la de los buenos deseos.

Estaban todos ya dispuestos para comenzar a cenar, y mientras, no hacía más que pasar una y otra vez por delante de la casa, Silverio, que vivía solo en una barraca de no más de quince metros - que él mismo se había construido - siendo conocido de todos en la comarca, por su afición a pegar la gorra para comer, en una u otra casa del entorno.

Basilio, tras un breve cónclave familiar, en el que todos se mostraron de acuerdo, invitó al merodeador a pasar, y este, sin hacerse de rogar más de lo reglamentario en estos casos, se sentó a la mesa, y antes de lo que se cuenta, dio fin a tres o cuatro platos de pavo, chuletas y otras viandas, que fue regando con abundante caldo de Baco, para mejor hacerlos pasar.   
       
Tras los postres, a base de dulces y mantecados caseros - grandes y generosamente azucarados - tomó a su amoroso cuidado una botella de brandy y - copa viene, brindis va - cuando vino a darse cuenta, solo quedaba dentro un dedo escaso de contenido, por lo que la habitación, y todos los que en ella estaban, comenzaron a girar en torno suyo, y el suelo a perder la horizontalidad, que hasta entonces había tenido.

Además de los efectos ya dichos, el alcohol – combinado con la ingestión súbita de tanta comida – empezó a realizar en su organismo apremiantes efectos laxantes, de forma que - tal y como sé hacía entonces - decidió salir al campo para aligerarse. Pero nada más levantarse, se dio cuenta de su imposibilidad absoluta para mantenerse en posición vertical, por lo que – abusando de la hospitalidad – pidió al dueño de la casa, que le acompañase en su nocturna excursión.

Aunque no era un plato de gusto, Basilio, ante la perspectiva de que, de no hacerlo, cabía la posibilidad de que su invitado se descompusiese en la misma mesa, salió con él fuera – en una noche helada y negra como boca de lobo - hasta unas matas entre las que, tras ayudarle a bajarse los pantalones, le hizo ponerse en cuclillas.

No bien lo hubo hecho, cuando - como impulsado por un muelle y gritando de dolor – Silverio, se puso nuevamente en pie, siendo empujado hacia abajo por su acompañante, que achacaba su actitud a los efectos de la bebida, y así se inicio un ejercicio de subidas, y bajadas, que duró más de quince minutos, hasta que la naturaleza, depositó en la tierra, lo que de la tierra era.

A la mañana siguiente Silverio, con el trasero como el de un mandril, fue atendido por el  médico del pueblo, que le diagnosticó erupción alérgica en sus nalgas y partes más nobles, de las que tuvo que ser curado con calmantes durante varios días.

La luz del día, dejó ver también, que las matas entre las que nuestro hombre –desnudo hasta la cintura - fue obligado, a fuerza viva y de manera reiterada a agacharse, eran unas vigorosísimas ortigas, que se cebaron en sus carnes, de forma inmisericorde, dejando toda su geografía inferior, tan roja como el caparazón de un cangrejo.

Desde aquel día - y por si le volvía a pasar lo mismo - Silverio aprendió a ser más comedido con la bebida en la mesa, y sobre todo a mirar – antes de hacerlo - donde se agachaba.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular )

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