jueves, 9 de junio de 2016

La casquivana



Los comedidos, pensaban de Plácida que era un poco alocada, los indiferentes la tachaban de calentona, y los más extremistas, no se recataban en decir que era un putón desorejado.

La verdad es que nuestra heroína desde que tuvo uso de razón, había sentido una desmedida afición a todo el que llevase puesto pantalones, prenda esta – y más sus portadores - que le gustaban más que los helados en verano, y era raro el mozo del pueblo, que no afirmase que en un momento u otro, no hubiese tenido algo que ver con ella, ya en la era, ya en el río, ya en cualquier otro lugar.

Pero todos sabemos lo que son los pueblos, y sobre todo los pueblos de hace cincuenta años, en que por una vez que pisabas a un perro, “pisaperros” te morías, por eso, la leyenda de Plácida seguramente debía superar en mucho, la realidad de su propia historia, aunque de eso nadie se preocupaba, y conforme iba creciendo en edad y experiencia, se acrecentaba también la fama de “devora hombres” que tenía, y aunque no todo fuera cierto, lo que la gente juzgaba evidente, es que cuando el río suena, algún agua debe llevar.

Seguramente en los tiempos actuales, en que todo somete a estudio, encuesta, análisis y examen, el "mal de hombres" que padecía Placida, sería certeramente diagnosticado como una inclinación perversa, motivada – pongo por caso - porque un día su madre le negó la compra de un vestido de lunares, o algo similar, pero en aquellos tiempos, en que las cosas se decían en el más descarnado y prosaico de los lenguajes, el caso de Plácida era el de ser considerada, más caliente que el palo de un churrero.

No obstante, nuestro personaje tenía la suerte, de ser hija de una familia adinerada de la sociedad rural, de forma que sus devaneos - siempre comentados, aunque nunca probados - no fueron gran obstáculo, el día en que sus progenitores decidieron cambiarle su estado civil, y aunque hubo alguna reticencia, al final dieron con Leoncio, hombre de no demasiadas luces, que entendía bien aquello de que los cuernos son como los dientes, que duelen cuando nacen, pero luego sirven para comer.      

En su caso – además - no pasó ni por el doloroso trago del nacimiento, porque cuando dijo el “si quiero” heredó a la vista de todos, unos hermosísimos adornos frontales, que le hicieron salir del templo ya coronado, aunque la dote de que estaba provista Placida ayudó, desde el primer momento, a sobrellevar bien, tamaño peso.

Pero las cosas que no empiezan bien, suelen acabar peor, y eso fue lo que sucedió con el matrimonio, ya que pocos meses después del himeneo, se empezó de nuevo a comentar por el pueblo; que si habían visto a Placida otra vez por la era, que si se quedaba mucho más tiempo del debido de charla con el lechero, que si iba por la calle provocando con su forma de vestir, y un muy largo de otros etcéteras, que volvieron a poner a nuestra heroína en el decir de todas las bocas, y el manto de dignidad que con su matrimonio había vestido, se deshizo en jirones en pocas semanas.

Aunque es tradición, que el marido sea último que se entera, en este caso no fue así, porque Leoncio, que siempre había tenido la mosca tras la oreja, y aunque no era demasiado avispado, de estas cosas entendía, desde el principio decidió someter a su mujer a una exhaustiva vigilancia, al objeto de impedir sus ilegales amorios, o al menos sorprenderla en flagrante delito, porque aunque cuando aceptó la dote, ya sabía a lo que se exponía, una vez en disfrute de la misma, le parecía sangrante la chunga y el recochineo del paisanaje, para con su persona.

Como era natural, no podía estar todo el tiempo en perpetua vigilancia de su honra, porque en el campo había otras cosas que hacer, y por eso un día en que hubo de ir a la ciudad, decidió buscar un celador, que controlase – durante su ausencia - los pasos de su costilla.

La tarea no era fácil, pues se planteaba la cuestión de quien vigilaba al vigilante, pero tras no poco cavilar, encontró la solución al problema. El tío German, que vivía en la casa contigua a la suya, además de ser persona juiciosa y “de orden”, había cumplido los setenta y nueve años, y se le antojó la persona idónea para tal cometido, fiándose más que del buen juicio del cancerbero, de su edad, que por lógica no era propicia para ningún tipo de dislate en el campo erótico – sexual.

La encomienda de la misión, aunque fácil desde el punto de vista teórico, no lo era sin embargo en el práctico, pues el tío German, estaba más sordo que un canto rodado, y la explicación del cometido a desempeñar, tampoco era cuestión de hacerla, para que se enterase todo el vecindario.

-¡¡Tío Germán – comenzó diciendo a grandes voces, y en el sótano de la vivienda para no ser oído – que tengo que ir mañana a la capital, y se queda sola mi mujer..., y quisiera pedirle que le echara un ojo durante ese día!!

-¿Que dices de los ojos...?, contestó el sexagenario haciendo trompetilla en su oreja con la mano. Luego de media hora de gritos y repreguntas, quedó el anciano enterado de su encomienda, y cuando Leoncio finalmente le interrogó, para comprobar si lo había comprendido, este le aclaró:

-Yo creía haber hecho de todo en la vida, pero guardar putas a los setenta y nueve años, es una experiencia nueva para mí.¡Ahora ya puedo morirme tranquilo!.

A Leoncio no le cupo la menor duda, de que había entendido a la perfección el encargo.
                 
J. M. Hidalgo  (Historias de Gente Singular)

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