miércoles, 22 de junio de 2016

La permanente


Hace tan solo unos días, pasé por el periódico trámite de cortarte el pelo. Lo hice no en una barbería al uso, sino cómodamente sentado en casa, y por las delicadas manos de una buena amiga -  experta peluquera profesional -  que además que cortarlo y darme amena charla, como cada vez  por norma hace, mimaba los cabellos, hasta hacer de la enojosa encomienda, casi un deleite.

Digo lo del trámite, porque en la actualidad, lo que en tiempos fue un frondoso y poblado bosque, ha quedado convertido con los años, en un páramo casi desértico, en donde hay que buscar los árboles con lazo, y lo que antes no recibía nunca los rayos del sol, por causa del espeso follaje, es ahora una pista casi lisa, castigada de forma inclemente por soleras y vendavales.

Seguramente, amigo lector, estarás cansado – y más si eres calvo - de oír aquello de que los cabellos únicamente realizan una función estética, que ya no tienen el sentido que en su día tenían de defendernos de la intemperie, que su posesión no es indicio de una menor o mayor valía social, y un largo etc., que intenta – a  mi entender inútilmente – hacernos creer a los que han perdido todos o parte de ellos, que son casi unos afortunados por haber sufrido tal perdida y que lo realmente fantástico, es tener la cabeza como una bola de billar.

En favor de esto, se dice que eso implica el ser más inteligente, más viril, más glamoroso para el sexo opuesto, y un largo etcétera de otras ventajas. Todo ello intentando conseguir – creo que vanamente – que alguien piense que el ser semicalvo, o calvo total, es una auténtica bendición, y que contentos deberíamos estar aquellos que, como canarios en pelecho, hemos perdido parte de nuestra otrora esplendorosa cabellera.

A mí pensar, este razonamiento ha sido inventado, por los que tienen guedejas a manta, para consolar o mofarse – eso nunca se sabe – de los que carecen de ellas, igual que – en referencia al dinero – se esfuerzan en demostrar que este no da la felicidad, y por lo general suele recordarlo, los que están forrados de él hasta las cejas.

Por todo ello, y aún admitiendo que el cabello no es vital, yo no conozco a ningún espécimen que esté contento con su calvicie, y aquellos que teniendo pelo se lo cortan al cero, creo lo hacen con la secreta intención de recordarte, que en cuanto quieran, poder volver a tener tanta pelambre como el yeti.

Hace años tuve un conocido – calvo desde su juventud – que tras luchar infructuosamente contra su total alopecia, se estructuró un discurso justificativo de la misma, que frecuentemente endilgaba en reuniones y tertulias y consistía en que – según él – la calvicie era síntoma, por encima de todo, de dos cosas; una superior inteligencia y una extraordinaria virilidad.

Un día, cuando se hallaba ante un grupo de personas lanzando sus argumentos, uno de ellos le interrumpió para advertirle, que su teoría tenía un pequeño defecto, y eran las melenas que - hasta su muerte - lució el científico Albert Einstein.

Nuestro personaje sin amilanarse le espetó rotundo.- “Pues eso es porque, seguro que era maricón…” y se quedó tan feliz.

Toda esta perorata viene a cuento – si es que a estas alturas, sufrido lector, aún continuas leyendo – para referir que, en mi caso, tiempos hubo, ya casi olvidados, en que para evitar que se enmarañase, había de lavarme el pelo tres veces en semana, y ahora lo que me lavo tres veces por semana es la cabeza.

Y a esos tiempos, se refiere la historia que quiero relatar, la de un peinado, tipo permanente – por demás singular - de la que fui objeto en mi persona.

Yo era el cuarto de cinco hermanos, con una notable diferencia de edad del que me antecedía en el escalafón fraternal, por lo que en cierto modo, durante casi toda la infancia, fui el juguete de los mayores y singularmente de la menor de mis hermanas mayores, modelo de traviesa en donde las haya, que consideraba que su hermano menor - es decir yo - era el mejor de sus muñecos, porque además de poder jugar con él, le respondía a sus juegos.

Aquel día mi progenitora había tenido que ausentarse, dejándome al recado de mis hermanas, y a eso de media mañana, la menor advirtió que mi cabello era susceptible de recibir algunas mejoras de su mano.

- Le voy a hacer la permanente
– dijo mientras asía las tijeras y el peine, al objeto de realizar las labores previas a tal cometido, y en poco más de lo que se tarda en decirlo, había esquilado mi cabeza a mansalva, cortando todo aquello que a su juicio sobraba y que debía ser mucho, porque cuando acabó con la herramienta, mi mollera era lo más parecido a una panocha de maíz recién desmochada.

No debió quedar sin embargo muy contenta de su obra, porque al objeto de realzar la misma, luego de exprimir el zumo de varios limones, y untar con él los cabellos, fue colocando estos en forma de mechones en punta, que una vez secó el limón, del que estaban generosamente impregnados, me daban el aspecto de un auténtico puercoespín, ante el alborozo de mi hermana, que contenta con su fantástica permanente punki, le faltó tiempo para mostrarla a mi madre, cuando poco más tarde llegó.

Como unas castañuelas de contento estaba yo, con mi nuevo aspecto, sin entender como mi madre – nada más verme - primero se llevaba las manos a la cabeza, luego castigaba en un rincón a mis hermanas, y por último, la emprendía con agua y jabón conmigo, hasta eliminar los restos del limón de mis cabellos, aunque ante las desgracias que las tijeras habían consumado, no tuvo otro remedio que acabar con un total esquilado, hasta emparejar las desigualdades, dejándome el cuero cabelludo mondo y lirondo.

Ni vagamente - y conste que lo he intentado - he podido recordar como fue aquel día “mi permanente”.Mis hermanas me contaron que no paraba de reír mientras me la hacían... pero las que debieron pasarlo de miedo - sin duda - fueron ellas.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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