miércoles, 8 de junio de 2016

Gente Singular (La candelaria)


LA CANDELARIA

Hay un dicho en mi tierra que reza, “En febrero busca la sombra el perro...”.

Eso, que en muchas ocasiones es así realmente, da a entender que aunque es aún pleno invierno, el día de febrero en que el sol hace acto de presencia en las tierras del sur, hay que resguardarse de él, y los primeros que así actúan son los perros, porque acusan más el calor que los humanos.

Sin embargo, y pese a lo que diga el refrán, en el mes del año en que más frío he pasado yo en Andalucía, ha sido siempre en el mes de febrero. Pese a ello, cuando se aproximaba la festividad de la Candelaria, el día dos de este mes, todos los niños de la comarca, muy bien abrigados – según las posibilidades de cada uno - nos afanábamos en conseguir la mayor cantidad de leña, matojos, broza y todo aquello de fuese susceptible de arder, para ver quien era capaz de hacer la hoguera más grande, en la mágica noche de la Candelaria.

Había otro refrán, que estaba en boca de los viejos del lugar - y mucho más tarde me enteré que tenía sus raíces en Cataluña - y decía en referencia a la Candelaria – que si la Candelaria lloraba, el invierno se acababa, y que si la Candelaria reía el invierno seguía, marcando ese día como una fecha crucial, respecto a decir adiós definitivo, o a continuar aún con el invierno, según en el mismo lloviese, o saliese el sol.

En mi tierra, las hogueras del día de la Candelaria, tenían tanto arraigo, como en otras partes de España las de San Juan, con una particularidad, y es que al ser durante el invierno, además de la finalidad de competir con los vecinos inmediatos, y con los que se encendían en las lejanas, Sierra Aguas, la del Valle de Abdalajís  y el más cercano Monte Hacho, servían para calentarse en la – con frecuencia - fría noche invernal.

El ritual se repetía - con escasas variantes - año tras año. A eso de las nueve, cuando ya era noche cerrada, en un descampado, se acumulaba en un enorme montón - que durante el día entero había estado acarreando la chiquillería de la casa - toda clase de elementos combustibles, a los que luego se prendía fuego, rogando que no lloviese para que su combustión fuese perfecta.

Aunque era cosa de niños, a la operación se sumaba siempre algún adulto, que sentía deseos de que su hoguera luciese espléndida en la limpia noche de febrero.

Como de lo que se trataba, era de que la llama fuese lo más viva y alta posible, se apilaba toda a la vez, intentando además que hubiese mucha hojarasca seca para que, aunque efímera, la pira fuese de espectacular fulgor. Una vez prendida te quedabas contemplando, con mucha mayor atención las que habían encendido los demás, que la tuya propia, aunque por lógica de proximidad al fuego, siempre obtenías la creencia de que la que tú estabas atizando, era la más grande de todas.

Aunque el asunto parecía que estaba circunscrito a la gente menuda - como antes dije - no era así en absoluto, porque a ver la hoguera se situaban los adultos, que en más de una ocasión actuaban como atizadores de la llama, disfrutando más del espectáculo que los mismos niños, pero lo que sucedió a la señora Venancia, fue más allá de un mero atizar.

Aquel año el invierno venía como tiene que venir, y el mes de febrero, de principio a fin fue mucho más frío que enero, y el día de la Candelaria, hacía una brisa nocturna que dejaba helados a todo el que se encontraba a la intemperie. Venancia, que frisaba ya la tercera edad, acudió al relajo con su vestido negro – en aquella época toda mujer de más de cuarenta años y decente iba siempre de negro – y su toquilla de punto, que a modo de pañuelo llevaba enrollado a la cabeza, y caía a lo largo de su espalda casi hasta el suelo.

Estaba la hoguera en su máximo apogeo crematorio, cuando Venancia al objeto de calentarse por la espalda se aproximó tanto a la llama, que esta prendió de repente en la toquilla, y cuando segundos después, advirtió lo que pasaba estaba ya ardiendo en más de un palmo. ¡Que te quemas, que te quemas! gritaron todos los asistentes en tanto que, cada cual con lo que podía, acudía hacia ella con la intención de apagar su vestido, mientras ella - chillando a grito pelado - intentaba inútilmente desatar el nudo que se había hecho en el cuello, al tiempo que corría despavorida en derredor de las llamas.

Bartolo fue más listo que los demás, y en lugar de correr sin hacer otra cosa que gritar, como hacía el resto, tras coger un cubo, se acercó a la crecida acequia, y una vez lo hubo llenado de agua, salió al encuentro de nuestra heroína - convertida en antorcha viviente - y arrojó sobre ella el contenido del helado liquido, lo cual tuvo la virtud de, además de apagar el incendio al instante, frenar la loca carrera de Venancia, y hacer que los concurrentes prorrumpieran en una estruendosa carcajada, ante el desenlace del accidente, mientras nuestro personaje quedaba - por la gélida ducha - a la par y de repente, muda y desconcertada.

Yo viví muchas más Candelarias, tantas, que tuve ocasión de ver a la siguiente generación a la mía prepararlas. Como todo lo tradicional, se ha ido perdiendo, y hoy en día, si vas por mi tierra en la mágica noche del dos de febrero, no verás más de diez o doce hogueras en todo lo que la vista alcanza.

Y mucho me temo, además, que estas hogueras tengan - como los que aun hoy las encienden - un plazo cierto de caducidad.


J.M. Hidalgo //Barcelona a  2 de febrero de 2004

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