sábado, 25 de junio de 2016

La tia tocino


Pertenecía a la generación de locos singulares, que en los pueblos de nuestra geografía patria abundaban allá por los años cincuenta, en que a falta de televisión, radio u otras distracciones modernas, daban colorido y carácter a sus calles y plazas, permitiendo que la caterva de ociosos que en ellas siempre había, tuviese tema de conversación constante, cuando otros asuntos de mayor enjundia local, no eran el centro de sus comentarios.

Yo no tuve ocasión de conocerla, y su historia me la narró un paisano de Ronda, que en su infancia fue coetáneo suyo, y solía correr detrás, o delante de ella - según los casos - cuando, junto con una pléyade de rapaces de su misma edad, la tenían como motivo de diversión, a la salida del colegio.

Nadie sabía a ciencia cierta, el origen del apodo con el que se la conocía, aunque seguramente fuese debido a lo pringoso de sus cabellos y ropas, ya que al carecer de domicilio fijo, no solía cambiarse de vestidos a menudo, ni lavarlos con regularidad, y estos - y toda ella - tenían un aspecto pegajoso y reluciente, que daban carácter y personalidad propia a su dueña.

El estado mental de la “tía tocino” podría haberse catalogado con justeza, como de loca de atar, y su desvarío - sin ser agresivo - cambiaba según la época del año, y la actividad que en el pueblo se desarrollase.

De ordinario, iba siempre charlando sola, o con imaginarios interlocutores, con los que hora en tono amistoso, y casi siempre enfadada, tenía las más alucinantes parrafadas, y mientras lo hacía miraba la cara de los transeúntes, y en cuando advertía en alguno de ellos un gesto, que le pareciese una burla, la emprendía a insultos contra él, siguiéndole por las calles, hasta que el aturdido ciudadano lograba despistarla.

No obstante, un par de veces al año, “la tía tocino” era recogida por una comunidad de monjas de la localidad, en donde  - amen de darle cobijo - se la sometía a una especie de tercer grado catequístico – basado en rosarios, novenas, sermones y prédicas - que hacía decantarse el deplorable estado de confusión mental de nuestro personaje, hacia una vertiente místico - integrista, y cuando volvía de nuevo a la calle, no era extraño verla cantando salmos y haciendo penitencia de sus pecados, e invitando a los demás mortales a que también la hiciesen. La verdad es que no se sabía cuando era mejor, si cuando insultaba, o cuando rezaba.

Pero a los rapazuelos del lugar, les era indiferente el estado anímico de nuestro personaje, y tan pronto la veían, iniciaban la burla mediante gritos alusivos a su estado mental, que hacía a la pobre pirada subirse por las paredes, y al poco se hallaba corriendo tras el grupo de revoltosos, a cuyos ancestros nombraba, desde Adán y Eva hasta los más inmediatos, mientras les dedicaba lo más florido de su repertorio de epítetos, entre los que ser hijo de padre desconocido, era casi un piropo.

En una ocasión, la persecución acabó en medio de un acto cívico - religioso, en el que se paseaba en andas a un santo, en rogativa de lluvia para la cosecha, y los rezos de los creyentes, se entremezclaron con los juros e insultos de la “tía tocino”, dando a todo el cuadro procesional, un aspecto totalmente surrealista.

A tanto llegó el escándalo entre las beatas y demás gentes de recto pensar, que azuzado por ellas - aunque poca falta le hacía - el cura párroco, una vez identificados los diablillos causantes del escándalo, mandó llamar a sus padres a la casa parroquial, y tras amonestarles severamente, les ordenó la adopción de urgentes y serias medidas para con sus vástagos, ya que de no ser así - amen de las sanciones canónicas al uso - daría cuenta al brazo secular - es decir el sargento de la Guardia Civil - para que tomase cartas en el asunto, por un delito de escarnio a la religión.

Advertencias de semejante jaez - en aquella época y en boca de un cura párroco - no podían, ni debían ser echadas en saco roto, pues tenían bastantes posibilidades de convertirse en realidad, por lo que algunos de los progenitores, cuando se dirigían hacia sus casas a hablar con sus hijos, llevaban ya - para una más pronta comprensión de sus palabras - el cinturón en la mano.

La cosa fue que por los procedimientos dialécticos arriba apuntados, más otros que al caso relatar no viene, en las mentes de todos los chavales, quedó grabado casi a fuego, que la “tía tocino” era personaje tabú, por lo que a partir de aquel día, cuando la encontraban a la salida del colegio, la ignoraron, lo que permite deducir hasta donde llegaban, los persuasivos métodos didácticos, usados por los padres de entonces.

Pero una circunstancia imprevista dio al traste con toda la previsión paterno - eclesial, y fue que nuestra heroína, al advertir que los niños la evitaban - falta de ambiente -  decidió ir a su encuentro, gritándoles retadora. ¡Que, hijos de puta... ¿no me decís nada...? ¿Acaso os han dicho las zorras de vuestras madres que no lo hagáis?,  ¿O quizás han sido los cornudos de vuestros padres...? Pero de nada os va a valer, porque pienso perseguiros a todas partes...!

Al poco, cuando el párroco y las gentes bien pensantes, advirtieron la inutilidad de las medidas adoptadas, las cosas volvieron a su ser natural. Unos días corrían delante de ella…otros detrás…y siempre, siempre, siempre, en medio de una barahúnda y un  griterío infernal.

La cosa, no tenía remedio.     
                              
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)   

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