jueves, 23 de junio de 2016

La ronda

 

¿Quien, pasados los cincuenta, no se ha sorprendido a sí mismo afirmando convencido, que nada es ahora como lo era en su juventud?; ni los veranos, ni los inviernos, ni la salud, ni las mujeres o los hombres, ni...

Los que así hacemos - es decir casi todos – en mi creencia que en gran medida nos engañamos, porque los que en realidad hemos cambiado, somos nosotros; son nuestros ojos y nuestro corazón, los que no ven ni sienten el mundo, de igual manera a como lo veíamos y sentíamos, mientras fuimos jóvenes.

No obstante lo dicho, me atrevo a afirmar - por contra - que hay cosas que ya no son como antes, cosas que jamás volverán a ser como eran, porque para desgracia de nostálgicos, han desaparecido para siempre. Una de esas cosas, que pasaron como pasan los años, fue “la ronda “.

En la Andalucía rural de los años cincuenta, y es posible que en otros lugares de nuestro país, cuando un joven quería entablar relaciones con fines serios con una muchacha, lo primero que había de hacer era “rondarla”. Para esto, una noche, aseado y acicalado con su traje de los domingos, y convenientemente peinado y rasurado - jamás perfumado, ya que eso no era muy de hombres - acudía a la casa de su pretendida y solicitaba entrar en ella.

El padre o la madre de la chica - que en tanto permanecía escondida siguiendo un ritual ya conocido - colocaba entonces dos sillas en el zaguán de la casa, en una de las cuales tomaba asiento el rondador, que aguardaba pacientemente, y cigarro tras cigarro - entonces, como ya he dicho en alguna ocasión, aún no era delito fumar - a que su enamorada, ocupase la silla contigua.

Si lo hacía, significaba la aceptación al noviazgo formal, tanto por parte de ella como de su familia, si por el contrario no acudía, pasadas una o dos horas de espera, el pretendiente se levantaba y tras saludar cumplidamente al anfitrión - que lo más probable es que no hubiese intercambiando con él ni media palabra - se marchaba, calabazas al hombro, camino de su casa.

No obstante no todo era – como pudiese parecer por lo hasta ahora dicho - coser y cantar, ya que aunque la teoría era la expuesta, en la realidad, se producían notables disfunciones, a la hora de su puesta en práctica, como podrá notarse con lo que de seguida cuento.

Le llamaban Pepe Lacea como alias, y en sus tiempos mozos, hizo – como todos entonces – de “rondaor”. No era nuestro hombre el sueño de su futuro suegro, y por eso cuando aquella noche golpeó la puerta de la casa de su amada, en demanda de licencia para entrar, a la pregunta de ¿Quien anda ahí…? nuestro protagonista contestó en alta voz: ¡Pepe Laseda!
Sin mucho tardar, del otro lado de la cancela se oyó con claridad: - Pues váyase la seda a hacer puñetas, que en esta casa se cose con “jilo”.

El procedimiento - además de tradicional - era casi el único en aquellos años, para establecer relaciones formales. Pero no todo el mundo, como siempre pasa, estaba de acuerdo con la tradición.

Benito Hidalgo, más conocido  por “feraro”, vivía con su familia, en el partido rural de la Gavia, en el pueblo de Álora, y era un hombre recto y cabal donde los hubiese; cumplidor de sus compromisos, buen pagador de sus deudas, fiel a su palabra, formal en sus tratos... Tenía dos hijas en edad casadera, que destacaban en la comarca por su gracia y belleza, y pese a ello, nunca, ninguna de las dos había sido rondada.

Todos los jóvenes del entorno - aún deseando hacerlo - temían a su padre, porque  nuestro hombre contraponía a todas su prendas positivas, un carácter fuerte y un trato hosco, que unido a un rápido ingenio, solía colocar en situaciones embarazosas, e incluso ridículas, a sus interlocutores, y por si esto fuese poco, todo el mundo sabía que Benito “feraro” - pese a ser amante de las tradiciones - no sintió jamás simpatía alguna por la de “la ronda”.

Pero todas las cumbres, por altas que sean, tienen su escalador, y un buen día llegó el que pretendió hacerlo con Benito.

Se llamaba Esteban, había cumplido ya los veinticinco años, y desde hacía tiempo ponía ojitos tiernos a la mayor de las dos hermanas, hasta que por fin una noche, venciendo su respeto a la fama del padre y tras anunciárselo reservadamente a ella - anuncio del que sin saber como, estaba enterada toda la comarca - se encaminó, no sin cierto temor, a casa de nuestro hombre.

Era un día de invierno, pasadas ya las nueve, noche completamente oscura, y la casa - para resguardo del frío - aparecía cerrada a cal y canto.

Benito - que sospechaba la posible llegada del rondador - se hallaba, al amor de la lumbre, reunido con la familia hablando de otros temas, y cuando ya se comenzaban a hacer planes para retirarse a dormir, unos golpes a la puerta de la vivienda hicieron enmudecer la charla, y que el dueño de la casa se dirigiese hacia el vestíbulo, desde donde -  aun sin abrir - preguntó en voz alta:

- ¿Quien va?

- ¡España! - contestó una tímida voz al otro lado, queriendo indicar, con  esta frase de tinte imperial - muy de moda en la época - que era gente de bien la que llegaba
- ¿España? - se interrogó a sí mismo Benito, para agregar rápidamente.- España es muy grande, y esta casa es muy pequeña, ¿como crees posible meter una cosa tan grande dentro de esta casa tan chica…? Sigue tu camino, que aquí no cabes...

El pretendiente, desconcertado, no osó volver a golpear de nuevo la puerta en demanda de licencia, y menos aún rebatir las palabras de nuestro personaje, por lo que, tras unos segundos de duda optó por marcharse.

Ya camino de su casa, y mientras meditaba en las calabazas que, a pese a estar el portón cerrado, le habían entregado, sin duda debió recordar - pensando en su enamorada - aquella cancioncilla tan en boga entonces. “¿Como quieres que vaya de noche a verte, si le temo a tu padre más que a la muerte…?”.
La comarca entera, que aquella noche había contenido la respiración, por ver como acababa “la ronda” de las hijas de Benito “feraro”, no se vio defraudada en sus expectativas, y al día siguiente y durante meses, el suceso se convirtió en la jugosa comidilla del lugar.

Nunca - que yo sepa - otro rondador volvió a llamar a aquella casa.

Como por lo expuesto habrás podido colegir – querido lector – en muchas  ocasiones,  no resultaba una empresa nada fácil, el hecho de rondar en Andalucía
       

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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