miércoles, 29 de junio de 2016

La vaca


Aunque por su título lo parezca, no es esta, una historia rural, sino que - antes al contrario - es urbana y bien urbana, y hasta más que urbana, ya que ocurrió en el aeropuerto de Barcelona.

Cuando los hechos sucedieron, los aeropuertos eran lugares casi bucólicos, que los domingos se llenaban de familias con sus hijos, al objeto de poder ver despegar y aterrizar los aviones, espectáculo que – además de gratis –permitía tomar el sol y pasear al aire libre, pues las normas de seguridad eran casi infantiles, y no como ahora, en que te quitan hasta los zapatos, cuando te dispones a penetrar en su interior.

El caso es que un día, en las proximidades del recinto, se averió un camión que transportaba reses al matadero, y como la avería resultó ser considerable, hubo de trasladarse la carga a otro vehículo. No debía ser muy diestro el vaquero encargado de la operación de trasvase, pues uno de los animales que transportaba, luego de cornear al mozo, escapó corriendo del lugar introduciéndose en el recinto aeroportuario, a través de la “valla perimetral”, eufemístico nombre, con el que se conocía la cerca que rodeaban el complejo - en muchos tramos hecha con simple tela de gallinero –  y con notables agujeros en su estructura.

Tras una tímida e infructuosa incursión en el recinto, el vapuleado vaquero, decidió volver sobre sus pasos, e informar a su jefe de lo sucedido, en parte debido a que pese a la escasa consistencia del cercado protector, sobre el mismo había un contundente cartel, que rezaba en letras negras “Zona de seguridad militar - Prohibido el paso”.

En aquellos años, en nuestro país pintaban espadas, y por eso, el mando del aeropuerto estaba encomendado a un militar - el coronel director - que actuaba más como lo primero, que como lo segundo, rigiendo los destinos del complejo, como si fuese un cuartel, y relacionándose con los que en él trabajaban, igual que con soldados de reemplazo.

Por eso, cuando se recibió la petición de búsqueda del bóvido, ordenó hacerla sin mucha convicción ni deseo, y una vez supo que el animal se había refugiado, en unos cañaverales semi – pantanosos, de uno de los bordes del complejo, y que además plantaba cara y perseguía, a los que habían intentado desalojarlo de allí, no hizo nada por recuperar al cornúpeta, que más feliz que un bendito, se pasaba los días rumiando plácidamente entre los cañaverales, y disfrutando de su reciente e inesperado indulto.

Pero poco duró la tranquilidad, porque el cuadrúpedo, una vez se hizo al terreno, se permitía realizar incursiones - cada día más osadas - lejos del abrigo de las cañas donde vivía, que ponían en peligro la circulación aérea, pues sin el menor recato, atravesaba las pistas de vuelo, siéndole indiferente que al mismo tiempo esta fuese usada por los aviones, para sus maniobras de despegue o aterrizaje.

Por si la cosa pasaba a mayores, el coronel, dio las oportunas instrucciones a fin de acabar con el creciente peligro, y a este efecto organizó un safari interno, para cazar al semoviente, lo cual se realizó al más puro estilo africano, con derroche de armas de caza, que al final acabaron por abatir la pieza.

Una vez eliminado el peligro, y al objeto de dar final feliz a lo sucedido, se acordó celebrar con los filetes, y demás partes suculentas del rumiante, una barbacoa gigante a donde – bajo la presidencia del coronel – fue invitada toda la plana mayor del aeropuerto, que dieron buena cuenta de las magras extraídas al animal, ayudándose para su ingesta, de una notable cantidad de litros de buen rioja.

Se hallaban a los postres, y el licor de Baco había ya encandilado los ojos de más de un comensal, cuando al objeto de dejar constancia imperecedera del acto, se decidió la creación de la República Independiente del Aeropuerto del Prat, a cuyo objeto fueron nombrados, entre las carcajadas del auditorio, todos los ministros en función de la tarea o profesiones que desempeñaban.

Y así el coronel, fue designado - como  no – presidente, el comisario de policía ministro del interior, el delegado de Iberia, de transportes, el administrador de Aduanas, el de hacienda, y así hasta un total de más de veinte carteras, con sus secretarías generales correspondientes.

Habían casi concluido los nombramientos, cuando uno de los comensales, aún convaleciente de una operación de garganta, que le impedía hablar, gesticulaba intentando inútilmente hacerse entender por el resto de sus compañeros, que ajenos a sus actos, seguían con sus chanzas y chirigotas. Por fin el coronel, hecho el silencio, le invitó a que expresase por escrito, lo que quería comunicar a los demás.

En una servilleta de papel garabateó unas frases, que mostró luego a todos, en las que se leía: “Solicito el puesto de ministro portavoz del gobierno”. Al saberlo, tuve la íntima convicción, de que aquella república - para lo que había de decir - no podía tener un mejor portavoz.

Cuando días más tarde, el dueño del astado - tras saber el fin del semoviente - se personó exigiendo el importe de su animal sacrificado, el coronel, tras un concienzudo examen de los “daños ocasionados por el rumiante en las instalaciones aeroportuarias”, le trasladó una minuta de gastos, cuyo monto sumaba más que todo el patrimonio del reclamante, por lo que este - por si las moscas - decidió dar por conclusa su reclamación, y por perdida la res.

En aquellos tiempos - tiempos de espadas y bastos - los tribunales Contencioso Administrativos, tenían – de  no usarse – telarañas en la puerta.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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