viernes, 24 de junio de 2016

Gente Singular (La tata)

 
LA TATA

Brígida había formado parte de aquella familia desde siempre. Convivió con la madre de la madre, crió desde su nacimiento a la hija de esta, y ahora hacía lo mismo con Cristian, el nieto de la primera. Su nombre de pila no lo pronunciaba nadie, desde que - años atrás - la actual dueña de la casa, la rebautizó llamándola “tata” - las primeras palabras que aprendió a decir -  y que fueron dirigidas a nuestro personaje.

La tata en la casa lo era todo: ama de llaves, administradora, organizadora, confidente, consejera, amiga, en fin Brígida, que no tenía ningún vínculo de parentesco con la familia Alcover, constituía - pese a ello - la  persona más importante en el hogar, y nada, por nimio e insignificante que fuese, se hacía, sin que ella diese su consentimiento, opinión o dictamen.

Tenía, una edad indefinida. A ciencia cierta nadie sabía cual, ni era este tema a tratar en público o en privado. Morena, de pequeña estatura, muy recatada en el vestir, y la cara agraciada - seguramente hasta hermosa, aunque ella se empeñaba en destacar poco esta cualidad - lo que más impactaba, no obstante, de su fisonomía eran los ojos, brillantes, animosos y llenos de intensa vida interior.

Cuando  miraba, lo hacía con tal profundidad, que calaba hasta el fondo del alma de su interlocutor, era imposible intentar mentirle, porque uno tenía la absoluta certeza, de que ella lo sabría. -A la tata, dile siempre la verdad - se decía - porque es capaz de leer en tu corazón, y todos pensaban que esto era cierto.

 No tenía estudios, salvo las primeras letras, y algunos conocimientos de aritmética, materia en la que era una virtuosa, ya que podía sumar de memoria los gastos de cada día, o llevar la contabilidad general de la casa, y decir al céntimo y sin error, la cantidad exacta, sin anotar nada en parte alguna.

Sus ideas religiosas, coincidían con la tradición católica más ortodoxa, y de ser ahora, cabría catalogarla como integrista. De comunión diaria, Brígida no permitía ni la más mínima desviación en la tradición, y cuando empezaron a llegar a la iglesia aires de apertura, sostuvo en público que “Ella no cambiaba, y si el Papa quería condenarse, que se condenase…”.

Sabía de corrido, y seguía a pies juntillas, todos los artículos del catecismo del Padre Astete, un cura carca y ultramontano del siglo XVI, cuya doctrina,  gozó de mucho predicamento en la época - no demasiado lejana en nuestra historia - y que fue autor de un catecismo, de una ortodoxia casi medieval.

En el plano sentimental, nadie había conocido a la tata ningún romance, pues todo el amor que era capaz de dar, estaba volcado en aquella familia, especialmente en Cristian, el hijo menor - a quien ella siempre llamó Cristianito - el cual le correspondía en igual forma.

Desde que tuvo uso de razón, la tata fue para él, más madre que la suya propia. A ella contaba sus penas infantiles, y en ella encontraba siempre el consuelo. En las noches en que soplaba el norte, y toda la casa susurraba inquietantes sonidos, Cristian buscaba cobijo en la seguridad de la habitación de la tata, en la enfermedad lo mimaba, en una palabra, estaban más unidos, que una madre y un hijo de sangre.

Pasado el tiempo, Cristian acabó con brillantez su carrera de leyes, y aunque muchas cosas cambiaron en él, no así el cariño que sentía por Brígida, la primera a quien enseñó su  título de licenciado y la toga, el día de su graduación.

Pero el profundo cambio de costumbre en el que España estaba inmersa, a principios de los ochenta, hizo que Cristian, que siempre había seguido el pensamiento de su tata, se decantase ferviente defensor del divorcio, cuando la polémica por esta cuestión - como en nuestro país pasa con todo - dividía a los españoles en dos claras e irreconciliables tendencias, los que sostenían que el matrimonio era hasta más allá de la muerte, y los que pensaban que nada es eterno, y menos el amor humano.

Nadie en casa había comentado esto a Brígida, y mucho menos nuestro hombre, que de este tema procuraba no hablar, hasta que meses más tarde, llegó a constituir en la provincia la cabeza visible del movimiento pro divorcio, y un día, en un acto, a celebrar en el casino de la localidad, aparecía como el orador estrella de la tarde.

Nuestro héroe despertó, desde sus primeras frases, los aplausos de los asistentes. Se hallaba en uno de sus más inspirados momentos oratorios, en pro de la disolución del vínculo matrimonial, cuando una aguda voz destacó del fondo de la sala diciendo,
 “¡Cristianito, no digas ya más tonterías…!”.

Por el pasillo central, apoyada en un bastón, avanzaba hacia la mesa una mujer; era pequeña, vestía de negro, y tenía una mirada viva y penetrante que parecía desafiar a todos. Cuando llegó al estrado cogió de la mano a Cristian, que permanecía mudo mirándola, y alzándolo con suavidad de su asiento, se dirigió a la sala, y en tono de súplica agregó

“Discúlpenle ustedes él no piensa así, lo que pasa es que con tanto leer se ha trastornado…” luego, mirando a Cristian, concluyó con una voz entre enérgica y cariñosa  -¡Vámonos a casa!  y ante la sorpresa general, los dos abandonaron el casino.

La Tata murió pasados los cien años, según las cuentas que los más ancianos del lugar hicieron. Al recibir la noticia Cristian, que se hallaba en un consejo de administración, tomando la palabra dijo “Señores espero que sepan perdonarme, pero mi tata acaba de fallecer, y debo acudir a velar su cadáver” y ante el asombro de todos se levantó, saliendo  de la asamblea.

Aquel día, la paleta del sepulturero, no enterró solo los restos de Brígida, sino que con ellos quedaron también tapiados para siempre, la infancia, la adolescencia y la juventud de Cristian.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

No hay comentarios:

Publicar un comentario