viernes, 17 de junio de 2016

La herencia

 

Zósimo murió, como siempre había querido hacerlo. Fue en su Galicia natal, una tarde de finales de primavera, cuando yendo camino de sus campos, a lomos de la fiel mula “Lirona”, su cansado corazón dejó de latir, y todo el verde mundo que le rodeaba, se torno negro para siempre a sus ojos.

El animal, como si supiese lo que había sucedido, volvió sobre sus pasos, y poco más tarde se hallaba, con el amo muerto a su lomo, frente a la casa familiar, en donde en un principio pensaron, que como en otras ocasiones, se había dormido durante el camino de regreso.

Por lo general, las gentes son tan desconsideradas con los demás, que casi nunca les anuncian su propósito de pasar a mejor vida, y Zósimo - tan ordenado en todas sus cosas - no fue, sin embargo, en esto la excepción.

Por ello, su muerte, además de acontecer en el momento más inapropiado, ya que - en principio - impidió a la familia asistir a las ya inminentes fiestas del patrón del pueblo, les acarreó un  sinfín de otros problemas y complicaciones, que nuestro hombre no había ocasionado jamás cuando vivía.

Lo más preocupante resultó ser, que no aparecía al testamento por parte alguna, y esto hizo poner nerviosos a sus deudos, que luego de revolver la casa de arriba a abajo. Empezaban ya a tener discrepancias, por como se habría de repartir la herencia.

Por fin, tras mucho indagar, resultó que el tan buscado documento existía, y estaba depositado en casa de un abogado, antiguo amigo del difunto y mucho mayor que él, que ya jubilado y con la cabeza trastocada por una enfermedad senil, solo recordaba pasajes aislados de su existencia anterior, hasta que un día, le vino a la memoria la existencia de la antigua encomienda.

Cuando por fin se dio lectura al legado, la conocida prudencia de nuestro hombre, se puso por última vez de manifiesto. Todo aparecía distribuido entre sus cuatro hijos, en forma equitativa y ordenada, de manera que los dolientes, dejando a un lado las lágrimas por un rato, escucharon con ojos y oídos bien abiertos y constantes muestras de satisfecho asentimiento, lo que a cada uno iba correspondiendo en el reparto.

Todo se desarrollaba a la perfección hasta llegar al último párrafo del documento, en el que se legaban cuatro nichos funerarios - uno a cada hijo - que tenían diferentes ubicaciones en el camposanto del lugar. Fue justo en ese momento cuando surgió la disidencia entre ellos.

-. Yo quiero el que da al sur
- argumentó el mayor - porque es más cálido y soleado.
-.De eso ni hablar - replicó el tercero que tenía la misma preferencia - los que dan al norte deben ser muy húmedos.
-.Y eso por no mencionar las vistas que ha de tener el de arriba,
  terció el más pequeño, que nunca había despuntado por su inteligencia.

En pocos minutos, los cuatro hermanos habían adoptado posturas tan antagónicas, por algo que iban a usar solo tras su muerte, que el señor notario temió – como a veces sucede en estas ocasiones - que acabasen por llegar a las manos.

Una horas después y tras  momentos de auténtica tensión, en que el fedatario hubo de interponerse más de una vez entre ellos, viendo que no llegaban a ningún acuerdo, decidió mediar en la disputa y - una vez calibrado el coeficiente intelectual de sus clientes - propuso una salida al problema a la altura de las circunstancias.

-.Señores - dijo mientras tomaba la palabra - creo que he logrado dar con una solución, que satisfará los intereses de todos.

Y tras conseguir, no sin dificultad, el silencio continuó.
-.Verán - agregó con el mayor aplomo - yo creo que lo mejor, es que no decidan ahora que nicho será para cada uno. Si no que la elección se haga por orden de suerte, y sea esta la del fallecimiento.
- En resumen
- concluyó -  que el primero de ustedes que muera, escogerá su nicho preferido, después el segundo y así sucesivamente.

Ante la sorpresa del notario - que no acababa de creerse su propia propuesta - todos asintieron y se dio por aceptado el testamento, sin acordarse procedimiento alguno, para realizar la elección propuesta.

Lo que no llegué nunca a saber, querido lector, ya que no me lo contaron, es como el primer heredero que murió, pudo - tras su muerte - elegir donde quería ser enterrado, más que nada porque  - como es sabido - por los muertos suelen decidir casi siempre, los vivos.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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