Tal día como hoy, 29 de diciembre de 1940, Alemania comenzó a arrojar bombas incendiarias sobre Londres causando cientos de incendios en toda la ciudad con londinenses llenando las estaciones de metro y refugios subterráneos hasta que todo se despejó después de la medianoche.
En el verano de 1940 Hitler comenzaba a ver colmados sus sueños imperiales. La Europa continental era suya. Ocupaba Polonia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Checoslovaquia, sus tropas habían invadido sin mayores problemas Dinamarca y Noruega, y la propia Francia había caído con mucha menos resistencia de la que esperaba. Italia era su aliado dócil en el sur, y España y Portugal estaban bajo dictaduras afines.
Solo Gran Bretaña continuaba al otro lado del canal de la Mancha manteniendo firme su independencia. Los británicos ya habían sufrido un fuerte castigo en Dunkerque, donde sus soldados habían tenido que ser evacuados junto a los franceses y belgas hacia las islas en apenas cuarenta y ocho horas. A mediados de junio, el miedo y la tensión empezaban a adueñarse de las calles de Londres y mantenían en efervescencia la vida política.
Los temores de los británicos estaban más que fundados. Hitler no ignoraba que una Gran Bretaña libre, independiente y democrática sería una amenaza para el expansionismo alemán, y más ante la probabilidad de contar con un puente de ayuda económica y militar que en cualquier momento le tendería Estados Unidos. Aunque este se mantenía neutral, en Berlín se sospechaba que si los británicos se veían en peligro, acabaría aportando su creciente poderío militar a la lucha contra el nazismo. Con esto en mente, el Führer ordenó una rápida invasión de Gran Bretaña. Fijó como fecha el 1 de agosto.
Pero las perspectivas de invadir Gran Bretaña, separada del continente por un estrecho atlántico controlado por la Royal Navy, la marina británica, resultaban complejas, y más con tanta premura. Las fuerzas terrestres y aéreas alemanas eran muy superiores, pero las navales no. La Royal Navy tenía sus unidades desparramadas por otras latitudes, lo que le restaba fuerza. Sin embargo, contaba con una amplia experiencia de combate de la que carecía la armada del Reich.
La invasión, pues, se llevaría a cabo partiendo de una operación anfibia de asalto. Correría a cargo de fuerzas combinadas de la Kriegsmarine (la marina alemana) y la Wehrmacht (el Ejército), y se lanzaría desde las costas francesas y belgas una vez contasen en Gran Bretaña con una cabeza de puente. La establecería en Dover la brigada de paracaidistas que tantos éxitos acababa de conseguir en las invasiones de Holanda, Bélgica y Francia.
Hitler estaba convencido de que, ante esta ofensiva y exhibición de fuerza y acoso, el pueblo británico se desmoronaría y el gobierno acabaría pidiendo un armisticio, igual que había hecho el francés. Hitler se equivocaba trazando planes a medida de sus delirios. Minimizó la firmeza, inteligencia, serenidad y capacidad de persuasión de Churchill.
El enfrentamiento, que pasaría a conocerse como la batalla de Inglaterra, fue una de las campañas más dramáticas de la contienda y la más importante de la historia de la aviación militar. Se desarrolló en cielo británico y, en diferentes etapas, con mayor o menor intensidad y una abundante diversificación de objetivos, se prolongó desde el 10 de julio de 1940 hasta el 10 de mayo de 1941.
El primer ataque lo desencadenaron varias escuadrillas de la Luftwaffe contra objetivos navales al sur de Inglaterra y contra convoyes de transporte de mercancías que operaban en el canal. Los alemanes lo bautizaron como Adlerangriff (Ataque del Águila), y desde ese momento este tipo de operaciones se convirtieron en diarias.
Los aviones nazis derramaron cientos de toneladas de bombas sobre diferentes objetivos estratégicos y económicos, siempre con el fin de abrir el camino a la invasión naval y terrestre. Hasta que, quizá por el mal tiempo, las escuadrillas destinadas a bombardear la desembocadura del Támesis se desviaron y acabaron soltando su carga sobre algunos barrios de Londres, donde causaron numerosas víctimas civiles e importantes daños. Consciente del impacto de la agresión en el ánimo de la población, Churchill ordenó una represalia: el bombardeo de Berlín.
No fue mucho el daño que lograron causar las bombas británicas, aunque sí fue notable el efecto psicológico, tanto en la capital alemana como en Londres. Por primera vez en la guerra, Berlín había sido atacada, y era tan vulnerable como cualquier ciudad.
El bombardeo coincidió con la reunión de los ministros de Exteriores alemán y soviético, Ribbentrop y Molotov, para poner al día detalles del acuerdo entre el Reich y la URSS.
Ribbentrop exponía a su colega la buena marcha de la campaña contra Gran Bretaña cuando el estruendo de las bombas les obligó a interrumpir la reunión para correr a cobijarse en un refugio antiaéreo. Allí, al parecer, el poco diplomático Molotov le espetó: “Si los británicos están derrotados, ¿quién nos está bombardeando?”.
Hitler reaccionó con uno de sus ataques de cólera, y ordenó una réplica en la que ya no se respetarían las reglas tradicionales de la guerra, que preservaban los objetivos civiles.
A partir de entonces las escuadrillas de la Luftwaffe no abandonarían los objetivos industriales y militares, pero el grueso de sus ataques se concentraría en las grandes ciudades y, de manera prioritaria, en Londres. Así comenzaban los días más dramáticos para los habitantes de la capital británica y para su gobierno.
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