Siempre, cuando se acerca diciembre, me viene al pensamiento, como eran las navidades de mi infancia en el sur. El olor a Navidad se empezaba a notar a finales de noviembre, cuando mis hermanas, comenzaban a desempolvar las zambombas, los platillos, la pandereta y el almirez, porque en muy pocos días, se iniciaba la época de los zambombeos.
En una sociedad rural y cerrada como la de mi infancia, la juventud encontraba en la fiestas de Navidad, una ocasión en que desfogarse, y escapar – siquiera fuese por unas horas – del férreo control paterno, aunque era bien cierto que, aún en la distancia - sobre todo en lo concerniente a las mujeres - tal control seguía siendo ejercido.
Mis hermanas mayores, que tenían ya más de diecinueve años, no podían – sin contar con una compañía femenina que superase el examen de mis padres – pensar en salir a pasear ni tan siquiera el domingo a la carretera. -“Es que tú eres un hombre...” argumentaban con aplomo tanto uno como otro de mis progenitores, cuando en alguna ocasión pregunté porqué mis hermanas, no podían hacer esto o aquello, y yo, pese a no tener más de diez años, si.
En el tema de la zambomba, se sumaba a todo lo anterior algo nuevo, y era que el evento sucedía por la noche, y si muchos eran los peligros a los que podía verse expuesta una mujer durante el día, estos se solían multiplicar por mil, en cuanto caía la noche. Por eso, mis hermanas, que ya conocían el paño, sabían que únicamente sería autorizada su asistencia, a la inocente fiesta del zambombeo, si contaban con la presencia de una persona mayor que les acompañase.
Esa persona mayor, debía naturalmente ser mujer, porque si era hombre, no bastaba con que fuese “mayor” sino que debía ser anciano, para confiarle la guarda y custodia de las jóvenes.
No obstante, había una excepción, y era en el caso de que la mujer responsable estuviese casada, ya que entonces no importaba la edad que esta tuviera. El estado matrimonial debía imprimir carácter, y desde luego responsabilidad, pues en varias ocasiones, mis hermanas fueron autorizadas a asistir a tales “orgías”, tuteladas por una mujer casada, en muchos casos más joven que ellas.
Obtenidos todos los permisos, eran recogidas en casa por la persona de confianza, y tras oír por enésima vez las reconvenciones paternas, sobre la hora de regreso, el hecho de que estarían levantados aguardando, y un larguísimo etcétera de otros consejos, nos poníamos en marcha hacia la casa en donde se iba a celebrar la reunión.
El anfitrión – como era natural - debía ser, del total agrado y confianza de los padres de los asistentes, sin que ninguno de ellos tuviese con él contencioso alguno, cosa harto difícil, en una sociedad rural como la mía, en donde cada cual guardaba bajo siete llaves los agravios sufridos, para mostrarlos a la más mínima ocasión.
Sobre las nueve de la noche, tras templar los instrumentos, se comenzaba la fiesta, que consistía en la descocada costumbre de cantar villancicos, al ritmo de zambombas, panderetas, y alguna guitarra que a veces se sumaba, junto con todos los instrumentos caseros susceptibles de ser usados, para hacer ruido.
Mientras los mayores cantaban, los pequeños nos dedicábamos a jugar al escondite, por las dependencias de la casa. Juegos no tan inocentes como los villancicos, pues una de mis primeras novias – dos años mayor que yo - surgió de una estancia más larga de lo normal, en una estrecha alacena, en donde coincidí con ella esperando ser descubiertos, y ante la tardanza en hacerlo, lo pequeño del habitáculo, y lo próximo de nuestros cuerpos... el asunto terminó en infantil noviería.
Luego de una hora de cánticos, en donde “los peces en el río”, se alternaban con “los pañales que la Virgen lavaba”, se iniciaba la parte más lúdica de la noche, que era el “juego de las prendas”. Consistía en una serie de pruebas, durante las cuales, los participantes tenían que entregar - en caso de fallar en alguna - un objeto de valor, que se iban amontonando en medio de la estancia.
Cuando la cantidad de prendas era considerable, todos los participantes elegían la figura del subastador, por lo general el de mayor ingenio y más bromista del grupo, que prenda a prenda, iba imponiendo una penitencia - a veces cruel - al dueño de la misma para recuperarla. Así, si era tímido o tímida, se le obligada a declararse públicamente a alguien del sexo opuesto, previamente elegido del que debía conseguir el sí, lo cual no lograba, porque el enamorado de pega, solía poner todas las dificultades posibles, por lo que el azoramiento de nuestros personajes, podía llegar a límites del tartamudeo, con la consiguiente chacota por parte de todos.
Recuerdo que un día, subastaron el reloj de pulsera de un mozo, al que se le impuso como expiación, traer una flor de un árbol, que estaba al otro lado del río. Nuestro hombre, ante la perspectiva de quedarse sin reloj, intentó vadear el torrente - crecido por el invierno - con tan mala fortuna que pisó mal una piedra yendo a caer entero, dentro del helado cauce, y aunque trajo la flor y pudo recuperar su cronógrafo, cogió un enfriamiento, que le mantuvo más de quince días en cama.
Alrededor de la hora mágica de las brujas, empezaba el desfile, y tras despedirse del anfitrión, que había facilitado asiento, lumbre, frutos secos, mantecados caseros, y bebida – naturalmente no alcohólica - para los cantantes, todos marchaban hacia sus casas, adonde eran entregados sanos y salvos, por la “carabina” que los recogió.
Siendo ya un adolescente, la creciente pujanza de la televisión, acabó para siempre con la fiesta de los zambombeos, y hoy en día, los jóvenes de mi tierra, ni tan siquiera saben ya lo que eso era...
J.M. Hidalgo// Historias de gente singular
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