Cerca de casa, en una riera que lleva agua en contadísimas ocasiones, ha nacido en solo unos días, un pitón que ya comienza a florecer.
En mi infancia llamábamos “pitones”, a los tallos florales de las pitas que crecían salvajes en los arroyos y márgenes de caminos y carreteras. Plantas que, en aquellos años en que se aprovechaba todo, eran usados para poder fabricar con sus fibras cuerdas u otros útiles agrícolas.
Aunque sé que su nombre no es el de “pitón”, no puedo sustraerme sin embargo a usarlo, seguramente por un atavismo heredado de la infancia en que este vegetal – como tantas otras cosas - formaba parte esencial de mi vida.
Su nombre cientifico es Agave americano y de siempre consideré a la pita como una planta romántica. Solo florece una vez en su vida y nada más hacerlo se seca y muere, como si toda su cometido y finalidad vital, fuese la de alegrarnos la vista con sus flores.
La pitas, nos llegaron desde América y dicen que Colón las confundió al principio con un aloe. Mi padre era un experto en ellas, pues las utilizaba para fabricar cuerdas - imprescindibles en el campo - que él prefería a las de esparto, por su mayor duración y ser más finas al tacto.
En mi tierra de la Gavia, en la vega de Álora, las mejores pitas estaban en los márgenes de la carretera, pero - al tratarse de un camino público - eran gestionadas por Paco “el caminero”, por lo que mi progenitor solía hacerle una visita o se hacía el encontradizo, cuando nuestro hombre estaba limpiando las cunetas, al objeto de solicitar su permiso para poder coger algunas de ellas.
Una vez obtenida la licencia, se habían de cortar las suculentas hojas de la planta, y someterlas a un trabajoso proceso de machacado contra una piedra, hasta dejar al descubierto sus blancas fibras, y luego de despojadas de su pulpa, se colgaban a secar en manojos de hilos, con los que después se hacían cuerdas y algunos virtuosos hasta espuertas e incluso sombreros.
Sentado en una silla de aneas, con el sempiterno cigarrillo de picadura en sus labios, a la caída de la tarde mi padre comenzaba la labor del trenzado de la soga.
- ¿Será muy larga papá...? era una de mis preguntas habituales.
- Lo suficiente - contestaba él con su lenguaje sentencioso y poco dado a polémicas y controversias.
-¿Me harás luego una honda...? - insistía yo al cabo de un rato.
-Si sobra pita, quizás.... concluía acabando cualquier posibilidad de diálogo.
Sin embargo, de una u otra manera, siempre me hacía la honda solicitada, que acababa en un rabo largo para poder hacerla crujir en el aire.
Nunca fui un virtuoso en su uso para lanzar piedras, como lo era mi hermano mayor, y lo que realmente me gustaba era hacerla sonar al viento, aunque al cabo de unos días, el nuevo “juguete” quedaba colgado a la entrada de casa y casi nunca volvía a acordarme de él.
Han pasado ya muchos años de aquello. Aquí no usamos la savia del pitón - como en Méjico - para fabricar pulque, ni una vez seco, lo utilizamos – como en Almería - para hacer escaleras de mano... Es más, aquí nadie sabe ya ni tan siquiera para lo que sirven.
Hoy, esta pita solitaria me ha traído – por enésima vez - recuerdos de mi infancia. Debe ser la nostalgia que me produce el invierno, o quizás el que muchas veces no puedo evitar pensar, si al final de nuestra vida y antes de morir como el pitón, habremos sido capaces de dar algunas flores al mundo...
J. M. Hidalgo (Recuerdos de infancia)
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