lunes, 12 de marzo de 2018

Una historia picante

En  algunos pueblos - el mío era uno de ellos - había hace tiempo personas, por lo general mayores, en quienes todos confiaban por su conocimiento y mesura, reminiscencia quizás, de un pasado en que el espíritu y la experiencia importaban más, o al menos tanto como el dinero. Uno de estos personajes - medio filósofo y tenido por sabio - conversaba un día con un vecino, casado con una mujer de extraordinaria belleza y que, con razón o sin ella, vivía torturado de continuo por los celos.

-No puedo evitarlo - se quejaba el marido - pero no vivo, siempre sospechando y desconfiando, hasta del aire que respira. ¡Ay que malos son los celos, cuando no tienen fundamento...!.

El viejo, que escuchaba con la cabeza baja el razonamiento de su contertuliano, hizo ademán de querer hablar, y con la parsimonia del que está en posesión de la verdad absoluta, argumentó.- Eso que dices no tiene sentido; los celos, cuando son de verdad celos, nunca tienen  fundamento, porque cuando lo tienen, no se llaman celos, se llaman cuernos.

Hecha esta introducción, quisiera presentaros a Leonor, que sufrió de lo segundo. Acababa de cumplir cuarenta años y llevaba casada, más tiempo del que podía recordar. Su matrimonio fue de los llamados “por amor” y había vivido únicamente con su marido - más o menos de su edad - todas las experiencias sexuales que una mujer honesta puede vivir. En los primeros tiempos, sus relaciones fueron volcánicas, con la llegada de los hijos se fueron enfriando pero, aún con tibieza, la pasión continuó, no obstante un mal día,  y sin existir causa aparente, todo  acabó.

Leonor, que seguía enamorada de su hombre, pensó en primer lugar, que debía ser cosa de la edad, más tarde lo atribuyó a problemas de salud y por último, lo achacó al lógico devenir de las cosas, por lo que resignada, creyó que en su vida, el sexo había concluido.

Un día, mientras limpiaba un traje de su marido, de uno de los bolsillos interiores cayó al suelo un objeto plano cuidadosamente envuelto. Solo la curiosidad le hizo abrir el pequeño paquete, descubriendo en su interior dos preservativos sin usar. Leonor era buena, pero no tonta, y en un instante analizó la situación; aquello servía, para lo que servía, y si con ella no era, estaba claro que sería con otra. De seguida, lo comprendió todo. Ni eran los años, ni la salud, ni nada de eso, simplemente  la engañaban.

Su primera idea, llevada por la rabia, fue la de esperar al marido y asestarle dos tiros con la escopeta de caza, más tarde pensó que sería mejor contarle a todos lo desalmado de su proceder, luego creyó… hasta que por fin decidió lo que tenía de hacer.

Ya serena, se dirigió a la despensa y del frasco donde guardaba los pimientos de guindilla extrajo uno que por su color, dedujo debía ser el más picante de todos. Con la precisión de un relojero y la paciencia de un pescador, despegó cuidadosamente la fundas de los profilácticos y tras triturar la guindilla hasta reducirla a polvo, roció con él a conciencia, y tanto por fuera como por dentro, ambos preservativos. Luego volvió a cerrar el envoltorio y lo colocó en el lugar en donde antes estaba, de forma que nadie, ni por supuesto su dueño, pudiese advertir cambio alguno. Por último, pacientemente, se dispuso a esperar.

La mejor actriz no hubiese superado a Leonor, en la acogida que dispensó a su marido aquella tarde. Ni más fría ni más cariñosa que otras veces, ni más locuaz ni más callada, nada en suma, evidenciaba en ella que algo hubiese sucedido.

Al día siguiente - según le dijo él mientras cenaban - tendría que ir a la ciudad a comprar no sé que pieza del tractor, que los ineptos de la tienda local, no acababan de traerle, por lo que - según le explicó - pasaría todo el día fuera -¿No te importa, verdad cariño...?- concluyó con una sonrisa que Leonor, pese a  no demostrarlo, juzgó como el silbido de una cobra antes de atacar.

Serían las tres de la tarde del día siguiente, cuando llamaron a su puerta. - Buenas tardes señora - saludó desde el quicio un joven que vestía una bata de hospital - vengo a avisarle que su marido ha sido ingresado de urgencia en nuestro centro, porque sufre una extraña dolencia en el bajo vientre, por cierto muy dolorosa, a juzgar por como grita. Según creo, se encontraba en un bar con una conocida suya, y les ha debido sentar mal algo que hayan tomado, porque ella sufre también los mismos síntomas.

Leonor esbozó una sonrisa de triunfo, mientras decía algo sin sentido para el enfermero: -Ni fue en un bar donde estaban, ni es en el bajo vientre donde les duele... pero no se preocupe, porque de lo que han tomado los dos no se muere nadie. ¡Vamos, quiero ver a los “enfermos!.”

Todos conocemos el dicho de que la venganza es un plato que - para que sepa mejor - debe servirse frío, sin embargo les puedo asegurar que la de Leonor, que fue muy ardiente, le supo a ella a gloria.

J. M. Hidalgo

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