Tal día como hoy, un 17 de Septiembre del año 1788, tuvo lugar una contienda histórica, conocida como la Batalla de Karánsebes. En ella, diferentes tropas del ejército austríaco lucharon contra si mismas, tras confundirse con el imperio otomano. El alcohol que los soldados consumieron antes del ataque multiplicó el caos, dando como resultado más de 10.000 pérdidas humanas. Una tragedia memorable considerada por muchos como el mejor ejemplo del llamado “fuego amigo”.
La batalla de Karánsebes ha pasado a la historia como la que probablemente sea la más absurda de todos los tiempos. Porque lo que ocurrió aquella noche fue una mezcla entre malísima suerte y los problemas consustanciales a la composición del ejército austriaco, formado por soldados que no hablaban alemán, el idioma de los oficiales.
Todo había empezado cuando una vanguardia de húsares, la caballería ligera húngara, cruzó el puente del Timis. Al otro lado no encontraron a esa cacareada horda de sangrientos turcos que, según señalaban los rumores, se les había ofrecido 10 ducados de oro por cada cabeza cortada. La moral del ejército no era la mejor: las arcas estaban vacías, la comida no llegaba, la malaria y la disentería había acabado con decenas de miles de hombres y la indecisión del emperador había hecho aflorar la inactividad. En otras palabras, los aguerridos soldados pasaban la mayor parte del día jugando a las cartas, peleándose unos con otros y bebiendo.
Así que a eso es a lo que se dedicaron los húsares, a beber el aguardiente comprado a un grupo de gitanos errantes. Cuando poco después llegó la infantería, se encontró con que los húngaros se habían hecho con todo el alijo y no pensaban compartirlo. Fue en mitad de esa agria discusión cuando alguien disparó al cielo para asustar a sus adversarios.
Fue como echar una cerilla a un bidón de aguardiente, pues en cuestión de segundos la caballería había desenfundado sus armas para comenzar a atacar a los soldados de infantería, mientras estos respondían con disparos.
Los gritos de “¡alto! ¡alto!” del oficial austriaco tampoco sirvieron de nada, sobre todo porque nadie le había enseñado la palabra a los soldados. A muchos de ellos les sonaba a algo parecido a “¡Alá, Alá!”, lo que provocó que siguiesen abriendo fuego a ese inexistente enemigo turco, que en realidad era sus compañeros de armas.
En pequeños grupos, los miembros del ejército se liquidaban unos a otros y, de paso, aprovechaban para saquear las casas y violar a las mujeres. Oficial o soldado raso, todos corrían similar suerte. Mientras tanto, el emperador José II, el hombre que quiso cambiar para siempre el curso de la historia, se despertaba anonadado por los ruidos de destrucción y muerte que se elevaban a su alrededor.
El futuro no sería muy brillante para el emperador, ya que fallecería apenas año y medio después. Sin embargo, y a pesar de los daños irreparables que sufrió el ejército, tanto físicos como morales al haber sufrido una de las carnicerías más absurdas de la historia, los austriacos recuperaron el Danubio de manos de los turcos.
Ello no borraría de las mentes de los supervivientes el escenario resultante, en el que abundaban cadáveres, miembros cercenados por los sables de los húsares, caballos muertos y bañados en ríos de sangre; un paisaje que, ahora sí, fue invadido por miles de turcos liderados por el visir que ganaron el dinero más fácil de su vida rebanando por decenas las cabezas de los caídos.
Y tras el caos, dos jornadas más tarde, el Ejército turco al mando del gran visir Halil se presentó en el lugar y lo halló regado con los cadáveres de unos 10.000 soldados austríacos. Y es que son anécdotas en parte hilarantes y siempre vergonzosas como esta de la Batalla de Karánsebes y su letal fuego amigo las que empujan a algunas personas a decir, exagerando mucho, que antes de buscar vida inteligente en otros planetas, deberíamos buscarla en el nuestro.
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